domingo, 9 de mayo de 2010

Los Quesos casi destruyen la Humanidad

 Os dejo a continuación un cuento y una reflexión del escritor canadiense Michael D. O'Brien sobre la globalización:

- Hay mucha gente que muere por culpa de las bacterias que consume procedentes de los quesos mal elaborados, sentenció el Biólogo en un espectacular momento de la Conferencia Cumbre sobre el Futuro de la Humanidad.

- Eso es absolutamente cierto -declaró el Sociólogo-, con el consiguiente trastorno demográfico de cara al equilibrio geoeconómico y el bienestar general de las masas.
- Por no hablar del estallido irracional de fuerzas que pueden llegar a desatarse causando mayores pérdidas aun en la infraestructura de la prosperidad global, afirmó el Economista.


- Y qué decir de la paz global -añadió el Experto en Ciencias Políticas.

Y así fue hasta que cada cual fue diciendo lo que tenía que decir. Nadie iba a discrepar del análisis ofrecido por aquellas mentes privilegiadas, las más brillantes y mejor preparadas de toda la humanidad.

Finalmente, un hombre muy sabio y muy poderoso se levantó y se hizo el silencio entre todos los presentes.

- Estamos todos de acuerdo en que existen demasiadas clases de quesos en el mundo -sentenció en un tono de profunda sabiduría y vasto conocimiento-. La producción de estos quesos adolece de un paradigma universal de seguimiento y control de calidad. Su marketing produce disparidades entre los fabricantes de quesos de Suiza, Francia, Holanda, América del Norte y las naciones subdesarrolladas. La rivalidad entre estos fabricantes de queso conduce a la pobreza, al sistema de clases, a la violencia doméstica y a las guerras. Un estado mundial aseguraría de un solo golpe la solución de todos estos graves problemas.

Un detalle desagradable, sin embargo, vino a deslucir aquel acto de manifiesta unanimidad. En interés de la democracia se había habilitado en la sala una pequeña tribuna para el público y que apenas contaba con cuarenta asientos. En la balaustrada que separaba a estas personas de las celebridades había una placa en la que había escrito: «La voz del pueblo». El moderador de la sesión invitó a participar a los allí presentes de modo que pudieran manifestar públicamente sus inquietudes al respecto. Un niño subió al estrado, ajustó el micrófono a su altura y proclamó con verdadero entusiasmo:

- A mí me gustan los bocadillos de jamón y queso. Mamá me prepara uno todos los sábados.

- Pero ¿de qué clase de queso?, quiso saber el moderador con una sonrisa de condescendencia.

- De cheddar con pepinillos y un montón de gelatina de uva por encima.

- Ya veo, -contestó el moderador mientras se le borraba la sonrisa-. Gracias por tu aportación.

Y el niño volvió a su asiento.

A continuación, una viejecita bastante arrugada se acercó hasta el micrófono, que ajustó también a su altura, y dijo:

- A mí me encanta el gorgonzola. La verdad es que no podría prescindir de él. A mi gato también le gusta comer un poco de vez en cuando.

- Gracias por su intervención, dijo el moderador poniendo los ojos ligeramente en blanco.

El siguiente en querer hablar fue un hombre gordo y de edad indefinida, que exclamó:

- Yo, por mi parte, prefiero el limburger. El gran placer de mi vida es tomarme un poco de limburger untado en una tostada con mantequilla todas las noches antes de acostarme, y con un buen tazón de té junto al fuego. Ya sé que parece una insignificancia, pero es algo importante para mí.

- Gracias por sus palabras, contestó el moderador alzando las cejas con una ironía mal disimulada.

- Si se me permite intervenir un momento -dijo el Biólogo en tono académico-, diré que no existe en el limburger ningún beneficio desde el punto de vista biológico que no pueda aportar otro queso menos repugnante.

- ¿Ha dicho repugnante?, murmuró el hombre del queso limburger inclinando la cabeza un poco azorado y regresando a su asiento.

Ahora era el Sociólogo el que hablaba.

- El queso limburger se caracteriza por un olor ponzoñoso similar al que desprende la carne en descomposición o, por decirlo de una manera más amable, al de unos calcetines llevados varios días por unos obreros de la construcción que no se hayan lavado; me refiero a los calcetines, no a los obreros; o sí, a los dos. Esta predilección por el limburger por parte de algunos ha supuesto una rémora para la sociedad desde tiempo inmemorial. Ha llegado el momento histórico de que el Estado intervenga por el bien de la comunidad.

- Comer limburger es una patología, sentenció el Psicólogo.

- Querrá usted decir una sociopatía, le corrigió el Experto en ciencias Políticas.

Llegados a este punto, el hombre del limburger volvió a levantarse y se acercó hasta el micrófono.

- Lo único que sé -declaró con una voz trémula- es que el ornitorrinco supone la clara demostración de que el evolucionismo sociocientífico no se ha desarrollado a partir de especies más primitivas. ¡Fue creado!

Las celebridades acogieron con perplejidad aquellas palabras.

- Son ustedes anti-idiosincrásicos, y por eso están homogeneizados, bramó a modo de resumen.

El moderador lanzó una mirada al servicio de seguridad y dijo:

- Por favor, conduzcan a este caballero hasta la salida.

Los guardias agarraron al hombre por los brazos y, ni sin cierto esfuerzo, lo echaron de la Gran Asamblea de los Pueblos Democráticos del Planeta. Las demás «voces del pueblo» se marcharon por propia voluntad.

A esto le siguió un asentimiento de cabezas generalizado entre las celebridades allí convocadas, mientras contenían la risa y murmuraban algún comentario en el más razonable de los tonos. La sesión continuó. Poco después, se oyó el estruendo de los aplausos ante el acuerdo al que habían llegado los presentes, entre los que se encontraban las personas más poderosas del mundo, y según el cual no había que ahorrar ningún esfuerzo de cara a la constitución de un mundo-estado favorable a la universalización de la fabricación de queso con la consiguiente preservación de la «Humanidad».

Diez años después de la creación del Gobierno Mundial, todos los habitantes de la tierra podían disponer ya de todo el queso que quisieran. No era ni demasiado duro, ni demasiado blando. Tenía una consistencia parecida a la de la mantequilla, aunque algo más suave; estaba homogeneizado, potenciado con aromas artificiales y era perfectamente seguro. Era la única clase de queso existente en el planeta, aunque su disponibilidad era inagotable. La gente estaba muy contenta. Sí, mucho.

Pero sucedió que en un pequeño y remoto valle perdido entre las montañas de un continente sin nombre vivía una familia que tenía en propiedad unos cuantos acres de tierra y una vaca. Durante varias generaciones venían elaborando un queso excepcional, muy sabroso y bastante saludable, que no sólo tenía propiedades nutritivas, sino que contenía ciertos enzimas que ayudaban a mitigar los efectos del reumatismo, la artritis y la diabetes, así como de otras dolencias de menor importancia, incluyendo el hambre.

Era, por supuesto, algo ilegal. Cuando la Policía por la Unidad descubrió sus actividades, al padre lo metieron la cárcel; la madre fue asignada como obrera a una fábrica de productos lácteos y los niños fueron enviados a otros hogares de acogida para su oportuna tutela y reeducación.
Juan Pablo II advirtió a menudo sobre los peligros de ciertos programas a favor de la globalización, tendentes a reducir o eliminar el «genio» específico o carácter de cada raza o nación, y nos apremiaba a trabajar diligentemente para preservar este genio. A veces me preguntan —por lo general siempre que cito al Santo Padre a propósito de esto— si soy o no soy nacionalista. Algunos de los que me preguntan entienden que este término equivale al de ferviente ultranacionalista y, de forma sobreentendida, muy probablemente al siniestro y nefasto racista xenófobo de extrema derecha. Por dejar las cosas claras diré que no soy un «extremista de derechas» de absolutamente nada, sino una especie de católico extremo, lo cual, hasta no hace mucho significaba simplemente ser un católico normal y corriente. No me gusta la defensa del ultranacionalismo en ninguna de sus formas, y mucho menos tener que convivir con él. Soy «nacionalista» en el sentido de que hago todo lo posible por ser un ciudadano responsable en el país en el que vivo. Sin embargo, no soy tan ingenuo como para creer que ésta es una nación tan saludable como parece. Aunque amo a mi país y también a aquel desde el que emigraron mis antepasados, creo que tanto Canadá como Irlanda han perdido su sabiduría y el sentido común de antaño.

¿Cómo puedo estar en contra de otras razas ni de que puedan emigrar a este continente? Debo reconocer, sin embargo, que preferiría ver a un mayor número de inmigrantes cristianos a Norteamérica procedentes de las iglesias perseguidas de otros continentes, como por ejemplo las de China, India, Sudán, el norte de Nigeria y otros países. Me siento como en casa con estas personas y las amo de verdad, porque el amor es la señal de mutuo reconocimiento (y reverencia) a nivel del espíritu. Por ejemplo, una de nuestras queridas ahijadas es una vietnamita católica. Aunque su familia es en cierto sentido bastante diferente desde el punto de vista cultural con respecto a la nuestra, mi mujer y yo la queremos mucho y debo reconocer que tengo más en común con ellos —y me siento más en comunión con ellos— que con la enorme mayoría de mis conciudadanos. Por poco que se mire bien, casi todo el mundo en el continente norteamericano es un inmigrante. Hasta nuestros pueblos nativos llegaron seguramente a través del hielo desde Siberia. En lo que respecta a las razas, soy básicamente personalista en la línea de Juan Pablo II. Si eres un ser humano, eres mi hermano. Si quieres eliminar a mi hermano, entonces eres antihumano.

Pero volvamos a las estructuras políticas: creo que el mayor peligro de estos tiempos no radica tanto en el fanatismo nacionalista, por muy malo que éste sea. Si bien es verdad que hay en todos los rincones del planeta muchas naciones pequeñas (todas igual de buenas, feas o malas) que luchan por preservar algún tipo de independencia, no es menos cierto que en general la cultura global emergente está empezando a dominarlo todo con rapidez, influyendo poderosamente en lo que aún no controla. Anda muy ocupada reconfigurando el orden mundial y no precisamente en la dirección de la verdadera paz, sino en el de la deshumanización pasiva. Es, en una palabra, antipersonalista. Neutraliza con pasmosa eficacia el espíritu y el carácter único de varios pueblos de todas las razas y territorios. Y lo más preocupante es que lo hace en nombre de la humanidad. Está claro que este idealismo no es más que una fachada, porque hay millones de personas que están siendo asesinadas (por el aborto, la contracepción abortiva, la eutanasia, la eugenesia, etc.) precisamente por los mismos abogados de este nuevo orden mundial supuestamente tan pacífico. Parafraseando a Orwell, proclaman que todos los seres humanos son iguales, pero se olvidan de añadir el corolario tácito según el cual algunos de nosotros somos menos humanos que otros.

¿Resulta exagerado afirmar esto? Ojalá fuera así. Sería el primero en dar saltos de alegría si al final resultara que estoy equivocado. Pero no hay más que ver cómo los teóricos de la globalización han aumentado su retórica a propósito de la necesidad de preservar la diversidad, mientras hacen todo lo posible para socavarla. Veamos sino cómo los gobiernos modernos se han convertido en agentes locales de unos poderes que se afianzan al margen de las urnas. Démonos cuenta de cómo las naciones desarrolladas han perdido casi todo el marco de referencia a la hora de dictar leyes razonables. Ahora se castiga a los que defienden las leyes de la naturaleza (las familias tradicionales, la fertilidad, el amor sacrificado) y se castiga también a los que infringen las leyes de la naturaleza (los que arrojan latas de cerveza y envoltorios de caramelos en medio del bosque). Al mismo tiempo, recompensan la esterilidad autoimpuesta con ayudas sociales y económicas. Puede resultar algo confuso, pero en realidad es muy sencillo.

He aquí el mensaje subliminal de nuestros gobiernos: En el mejor de los casos la gente es un bien desechable; en el peor de los casos somos simplemente basura.

Por el contrario, a las verdaderas naciones les preocupa el verdadero bien de sus gentes. Por eso tienden a preservar sus historias y su personalidad, contribuyendo así a mantener la riqueza de la diversidad que hay en la humanidad y que son la suma de todos los esfuerzos que ha necesitado el ser humano. Un gobierno globalizado eliminaría muchos de estos recursos. De hecho, ya lo ha conseguido. Y ha demostrado ser despiadado e implacable al hacerlo. Las mentes que se esconden detrás desprecian a la Iglesia católica y la consideran el mayor obstáculo de cara a un gobierno mundial (no hay más que leer sus documentos o las entrevistas con sus representantes). Peor aún, no dejan de alimentar al hijastro despreciable de ese gobierno mundial: el de una religión emergente y también mundial cuyo espíritu se acerca peligrosamente al del anticristo. Precisamente porque carece de personalismo y se opone a la verdadera dimensión de la dignidad humana, el globalismo no puede evitar caer en una especie de ultranacionalismo inflado a escala planetaria, pero sin las medidas de seguridad que ofrece la diversidad religiosa y cultural. A diferencia de un mundo lleno de naciones-estados, un estado global no podría ofrecernos ninguna alternativa. A diferencia también de nuestros antepasados, ya no tendríamos a dónde ir en busca de la libertad. A lo largo y ancho del mundo, todos tendrían la «libertad» que necesitaran, pero los conceptos de «libertad» y de «necesidad» serían redefinidos por los mismos que gobernaran.

Las advertencias de los Papas sobre los graves defectos del globalismo no deben rechazarse como si fuera una simple postura de una de las partes enfrentadas en el debate político. Aquí no se trata de optar por una u otra cosa, como si únicamente hubiese dos opciones: o se es un fanático nacionalista o se es un benigno globalista. Hay un tercer camino y es el único verdaderamente cristiano. Pero ¿a qué tercera vía me refiero exactamente? No es éste el lugar para explicarlo detalladamente. Lo único que quiero es plantear la cuestión. Pero déjeseme por lo menos apuntar algunos de los conceptos clave que nos han ofrecido los Papas a propósito de esta cuestión. En sí mismo, el globalismo no podrá resolver los problemas de la naturaleza caída del hombre, pero la reconfiguración emergente del comercio y la comunicación global sí pueden humanizarse, y de verdad. Sin embargo, esto sólo será posible si se construye sobre absolutos morales y sobre la justicia verdadera.

En su libro «El Cristianismo y las crisis de las culturas», el Papa Benedicto XVI examina la situación de Europa y de todo el mundo occidental, al que considera al borde de una nueva Edad Oscura, y ofrece un profundo análisis sobre la lucha en la que se ve inmersa la actual civilización. Como ya hizo otro Papa de igual nombre hace ya mil quinientos años, el Santo Padre nos enseña que todo es posible en la fe en Cristo, a pesar de las adversidades aparentemente invencibles que puedan presentarse. Con su característica combinación de brillante intelecto y discernimiento espiritual, explica el único camino posible de cara a una nueva primavera de esperanza para el hombre. Nos dice que la dictadura del relativismo moral que ahora predomina en todo Occidente es consecuencia de los errores de la Ilustración, y que es necesario darse cuenta de la naturaleza destructiva de estos errores si lo que queremos es construir una civilización basada en el amor.

«Estas filosofías se caracterizan por el hecho de que son positivistas, y por tanto, antimetafísicas, de manera que, al final, Dios no puede tener en ellas ningún lugar. Están basadas en una autolimitación de la razón positiva, que resulta adecuada en el ámbito técnico, pero que allí donde se generaliza, provoca una mutilación del hombre. Como consecuencia, el hombre deja de admitir toda instancia moral fuera de sus cálculos, y -como veíamos- el concepto de libertad, que a primera vista podría parecer que se extiende de manera ilimitada, al final lleva a la autodestrucción de la libertad.

Pero, sobre todo, hay que decir que esta filosofía ilustrada y su cultura respectiva son incompletas. Corta conscientemente las propias raíces históricas privándose de las fuerzas regeneradoras de las cuales ella misma ha surgido, esa memoria fundamental de la humanidad sin la cual la razón pierde su orientación».


Cuando los hombres que tienen el poder olvidan o destruyen deliberadamente las conexiones con esta «memoria fundamental de la humanidad», entonces pierden parcial o totalmente lo capacidad para gobernar sabiamente por el verdadero bien de sus gentes. Pierden su lugar en la continuidad del tiempo y empiezan a depender así de las fuerzas sociales, fuerzas que son siempre muy vulnerables al capricho, a la propaganda y a otras formas de manipulación. Son capaces de destruir a una parte de la humanidad en nombre de la humanidad, y de parecer encima perfectamente razonables mientras lo hacen. Ofrecerán la «paz» a costa de traicionar los fundamentos mismos de la paz, y «unidad» donde sólo hay uniformidad, y «libertad» mientras ellos mismos socavan el principio que tanto exaltan.

Al lector interesado en este tema le sugiero que se subscriba a la agencia de información Zenit (www.Zenit.org), el servicio de prensa de internet que se ofrece todos los días y de forma gratuita desde Roma. Aquí se informa sobre una gran variedad de temas relacionados con la Iglesia, y de vez en cuando reproducen los pensamientos del Santo Padre y de las congregaciones vaticanas sobre el nuevo globalismo. También recomiendo el artículo «Europa en la crisis de las culturas» escrito hace un año por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger. Asimismo, le pido al lector que por favor lea las extraordinarias reflexiones que el Papa Benedicto hizo en Auschwitz y las palabras que dirigió a un millón de jóvenes durante su visita papal a Polonia el pasado mes de mayo.

Resulta muy esperanzador para mí ver a las jóvenes generaciones, y cada vez en mayor número, escuchando la voz de la autoridad moral y resistiéndose a cualquier idea colectivista que se presenta a sí misma como la solución «al problema del hombre». En resumen, quisiera volver a decir que el modelo de eso que los nuevos globalistas denominan «gobierno» universal no es más que una forma colosal de colectivismo. Al igual que hacen los ideólogos, lo que nos ofrecen en realidad es una elección muy superficial entre una cosa u otra. No comprenden que el globalismo no cambiará lo más fundamental de la condición humana. Aquellos que quieren configurar el mundo (o digamos más bien reconfigurarlo) conocen perfectamente a aquellos que han sufrido en sus vidas los experimentos de políticas radicales, y haríamos todos muy bien en escuchar atentamente todo lo que estos supervivientes puedan decirnos. Sus experiencias constituyen una parte importantísima de la «memoria fundamental de la humanidad». Son ellos los que no dejan de recordarnos que bajo las construcciones mentales de estos experimentadores, e incluso bajo su supuesto humanitarismo, se esconde siempre un asesino.

Es un hecho que sólo en el siglo XX ciento setenta millones de personas fueron asesinadas por sus propios gobiernos (esta cifra no incluye el número de vidas humanas eliminadas por el aborto o la eutanasia). Es un hecho que la mayoría de estos estados asesinos fueron impulsados por visiones idealistas que querían resolver el problema del hombre. Se mire como se mire, tanto si es un asesino brutal y repulsivo como si parece altruista y atractivo (mientras habla en un tono más que razonable sobre las vidas que hay que sustraer de la comunidad humana), no dejará de ser un asesino. Esta presunción de arrogancia sobre la humanidad siempre trae con el tiempo el fruto de la muerte.

Michael D. O´Brien, sacado de religiónenlibertad.com

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