Discurso inicial al IV Premio Nacional de Oratoria "Gabriel Cisneros"
Me resulta
imposible ser objetivo en este asunto o mantener un debate neutral sobre algo que me atañe tanto y que ha
marcado tan profundamente mi espíritu. No se puede reducir a mera lógica
aquello que supera con creces el mundo material y que, de hecho, se eleva con
mucha frecuencia por encima de nuestra comprensión. Nosotros, que formamos
parte de España, hemos de limitarnos a recoger los frutos que caen de sus ramas,
dando gracias por no tener que conocer todo el árbol para alimentarnos de él y poder
cobijarnos en su sombra. No obstante, considero que no existe mejor argumento a
favor de la existencia del árbol que los propios frutos que tenemos en nuestras
manos.
Arrimado al tierno retoño de la que sería nuestra patria debió estar el inmortal Séneca cuando, respondiendo a un poeta griego, le habló con orgullo de la gesta numantina y se glorió de ser “ciudadano del Tajo”, habiendo este nacido en Córdoba y vivido en Roma. Nada le ligaba a esas otras regiones de España – nada que no lo hiciese también a cualquier otra del Imperio Romano - que no fuese, al menos la intuición, de nuestra querida España.
Y puedo
entender perfectamente la preocupación que llevó a aquel anónimo monje mozárabe a lamentar tan profundamente la
pérdida de España en los albores de la invasión musulmana. No clamaba
precisamente por una realidad geográfica que allí seguía, ni por un conjunto de
estructuras políticas, que ya se habían revelado mutables, sino por el ser
espiritual que unía invisible pero irremediablemente a todos los españoles y
que estaba dotado de carácter propio. España era ese ser que había sido
asombrosamente derribado por el hacha mahometana y que fue recuperado a costa
de inenarrables sudores. Algo de milagroso tuvo nuestra reconquista, que fue
reafirmación, de la misma manera que lo tendría que un árbol derribado
recuperase sus raíces y se deshiciese de los leñadores que lo abatieron.
Da igual que al
árbol le llamen árbol o reciba otro nombre totalmente distinto, al igual que no
importa la manifestación política propia de cada tiempo si ésta deriva de la
propia nación. En un momento concreto dará frutos, y en otro hibernará como
adormecida, pero seguirá estando allí, ora dominada por los franceses, ora
Imperio extendido por todo el globo. No hay que dejarse engañar por el
sentimiento político imperante o por la degradación de cierta forma de
gobierno, puesto que España asemeja a un viejo roble milenario con muchos inviernos
a sus espaldas, que puede perder algunas ramas a causa del temporal, pero que es muy capaz de renacer de nuevo
al asomar los primeros atisbos de luz.
Como otras
altas cuestiones filosóficas, la esencia de España se eleva fuera de nuestra
comprensión, pero deja caer sobre nosotros sus frutos evidentes y proyecta su
sombra a lo largo de toda su historia, alentando nuestro ánimo con el ejemplo
de nuestros antepasados e invitándonos a hacer lo mismo para que nuestros hijos
puedan disfrutar, como nosotros, del orgullo de saberse españoles.
Luis Ignacio Rodríguez
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