En nuestra sociedad
el sexo está infravalorado; y no exagero. Es muy común, hasta en ambientes
cristianos, ver como el sexo y todo lo relacionado con él están lastrados de
una desinformación y banalización alarmantes. Un buen uso del mismo es vital
para acercarnos a Dios que, al fin y al cabo, fue quien nos otorgó la capacidad
de hacer uso y disfrute de él.
Un cristiano que no
aprecia el sexo en toda su magnitud, que no lo entiende o no hace un uso
adecuado de él, es cómo un perro sin correa o un revólver sin balas: algo inservible
o, peor, contraproducente[1].
El sexo es vital para el desarrollo de una persona, pero un mal uso puede
conllevar desastres a todos los niveles, desde el espiritual hasta el puramente
material. Es por ello que, antes de nada, tendremos que averiguar cómo
funciona. Y no, no me refiero precisamente a la “técnica de uso”.
El sexo, al igual que el resto de funciones biológicas del cuerpo humano, tiene un objetivo primordial, y está reforzado por un premio sensitivo; es decir, al ser vital para nuestra supervivencia nos otorga placer al realizarlo, de la misma forma que nos pasa con el comer o el dormir. Nadie cuestiona la necesidad de ingerir alimentos ni de descansar lo necesario, nadie censuraría a alguien que buscase dormir ocho horas y comer tres veces al día, pese a que, por regla general, recibimos placer con ello. No es, pues, lícito, culpabilizar a alguien por recibir placeres que vienen aparejados de funciones vitales que, al fin y al cabo, han sido así ordenadas por Dios. Nadie ha de pensar que por disfrutar de un buen filete o de una siesta merecida está haciendo algo indebido o malo.
Sin embargo la
“legitimidad” moral del placer viene ligada al cumplimiento del objetivo principal
de la acción: si alguien, en un acto de gula desenfrenado, decide vomitar para
así poder seguir ingiriendo alimentos y deleitándose con su sabor sin trabas,
al estilo de los suntuosos banquetes romanos, como poco pensaríamos que tiene
un problema muy serio. ¿Qué opinión tendríamos, por poner otro ejemplo, de un
grupo de personas que se reúne en un teatro y grita desenfrenadamente, con las
papilas gustativas sobreexcitadas alrededor de un suculento plato de entrecotte, por cuya vista y olfato han
pagado gustosamente, y al cual se acercan con la morbosa intención de sobreexcitar
sus glándulas olfativas con él[2]?
Podríamos pensar que esas personas pasan verdadera hambre, pero en una sociedad
abundantemente alimentada no nos queda más que admitir que les mueve una
perversa motivación, que a algunos les gusta llamar gula. De la misma manera,
las drogas estimulantes simulan los efectos placenteros de un descanso
prolongado sin que el mismo haya tenido lugar. A pocos se les escapa que esta
forma de buscar placer es antinatural y muy peligrosa para el cuerpo y el alma.
Semejante
comportamiento es indigno del ser humano: deteriora las fuerzas, esclaviza los
deseos y doblega la voluntad; en definitiva, nos animaliza. Nos reducen a
simples seres sin la capacidad de decidir por nosotros mismos, sin libertad. De
todos es conocido que el placer, llevado al extremo, provoca un efecto adictivo
y reduce sus efectos, de manera que a mayor dosis menor placer y más difícil
renunciar al mismo.
Existe, no obstante,
una diferencia entre el sexo y la deglución y el descanso: mientras que los dos
últimos son actividades individuales, el sexo requiere el concurso de dos
personas, lo que lo convierte en una actividad social y, por lo tanto, más
trascendente a nivel emocional. Así mismo, el hecho de que la función buscada
por el sexo no sea necesaria para la supervivencia inmediata del individuo
(pues su principal misión es la procreación) facilita en gran medida la
posibilidad de desligar el placer del objetivo, pues es mucho más sencillo que
evitar dormir o comer sin alimentarse[3].
Son estas dos circunstancias las que convierten el sexo en el más infravalorado
de los tres.
Hoy día es muy raro
encontrar a alguien que aprecie el sexo en toda su profundidad, que no lo
considere un método de buscar placer,
casi despreciando a la pareja, y que sea capaz de superar la enorme presión de
una sociedad hipersexualizada que lo utiliza como cebo consumista y como fuente
de riquezas, fomentando unas prácticas francamente perniciosas y presentándonos
un modelo de comportamiento que, en definitiva, sólo nos hace más infelices y
unas perfectas máquinas de consumir.
Un católico instruido
valora el sexo como lo que es: un tesoro incalculable, pero susceptible de ser
pervertido por la debilidad humana. Por lo tanto, algo que hay que salvaguardar.
No es casualidad que Dios lo haya protegido con todo un sacramento, el
matrimonio. El sexo ha de ser adecuadamente tratado para que dé todos los
frutos para los que está destinado. Sólo dominando la lascivia y conduciéndonos
como hombres, no cómo animales, supeditando nuestros deseos físicos a los
espirituales, podemos de verdad disfrutar del sexo a un nivel no alcanzable de
otra manera. Y sólo de esa forma el sexo se revela como el acto más poderoso
que puede realizar un ser humano, donde la pareja se da Gracia divina mutuamente
y ambos acaban participando directamente en la Creación de Dios: un nuevo ser
humano, parte de ambos pero distinto e inimitable a su vez.
Por supuesto que no
es fácil salir de la esclavitud, a todo aquel que lo intente le esperarán
errores, sufrimientos y decepciones, pero también el convencimiento de que Dios
nos ha preparado un premio grandioso al final del camino, y que Él mismo estará
a nuestro lado, a cada paso que demos, cada vez que nos caigamos y
desesperemos. Pidiendo fidelidad, pero haciendo suyas nuestras debilidades.
Iñaki Rodríguez
Revista Tahona, nº 126
[1] Excepción hecha con aquellos que, por amor al Señor, deciden
renunciar a las relaciones sexuales, bien sea por orden sagrada o por votos
monásticos (o cualquier otra causa). Su sacrificio resulta así, mucho más
valioso.
[2] Si alguien no ha entendido, que cambie las palabras “entrecotte” por “stripper” y “gula” por “lujuria”.
[3] A pesar de que ciertos alimentos expresamente preparados para
ello, como la bollería industrial, potencian el sabor dejando de lado la
nutrición, con las más que evidentes consecuencias para la salud.
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Se nota la presencia de Mero Cristianismo de C.S.Lewis. :-) Sin temor a equivocarme, uno de los mejores libros sobre cristianismo que se han escrito.
ResponderEliminarHola, Anónimo.
ResponderEliminarEfectivamente, la obra de Lewis ha influído muy positivamente en mi comprensión del cristianismo en general, pero para este tema en concreto recomiendo los cursos sobre la Teología del cuerpo de Juan Pablo II, una auténtica joya.
Un saludo.