Discurso que repasa la historia de la Iglesia en España y sus padecimientos para alentar a los católicos españoles en los tiempos que están por venir.
España
siempre ha destacado por ser uno de los países donde con más fuerza se ha
defendido la fe católica a lo largo de toda su historia, llegando a habernos
considerado el país católico por antonomasia, generalmente con connotaciones
negativas. Más castizamente expresado, se ha solido decir que en España somos “más papistas que el Papa”.
No
obstante, la Iglesia, que ha sufrido tantas y tan duras persecuciones a lo
largo de todo el mundo, tampoco ha encontrado descanso en España. Es el signo
de los cristianos el ser rechazados por las sociedades, el no encontrar
descanso en ningún rincón de la Tierra.
Pero
entonces, llegó el milagro, tantos mártires sacrificados, tantas persecuciones,
tantos miedos y oraciones fueron recompensados. En lugar de sojuzgar a la nueva
religión, el todopoderoso imperio se puso a sus pies, derrotado y admirado por
la pujanza de los valientes testigos – martyros
– de ese nuevo Dios hecho hombre.
Sin
embargo, con el triunfo las persecuciones no se extinguieron, tan sólo mudaron de
forma. Fue Osio de Córdoba, un español, el que estuvo al lado del emperador
Constantino, aconsejándole y organizando el primero de los Concilios Ecuménicos
de la Iglesia, puesto que en su seno ya había anidado la herejía, y esta no
sólo es una simple transgresión intelectual de ciertos oscuros y abstractos
dogmas, sino que representaba (y todavía lo hace) la disensión de quienes no
estaban de acuerdo con el nuevo mundo que anunciaban los cristianos. Negociaban
con la humanidad de Cristo a la vez que negaban el perdón a los pecadores o
rechazaban el matrimonio y se entregaban a sacrílegos rituales orgiásticos. Era
el espíritu del mundo pagano, que se negaba a sucumbir y trataba de llegar a un
acuerdo con el cristianismo, de alcanzar un término medio imposible: tan sólo
se podía servir a un solo señor.
En
Hispania encontramos el crisol perfecto que reflejaba la situación en todo el
Imperio Romano. Habiendo disfrutado de una brillantísima cultura pagana (con
autores como Séneca, Lucano o Marcial, y gobernantes de la talla de Trajano o
Adriano) y siendo uno de los lugares que más resistencia ofreció a la
conversión en un principio, eclosionó en una impresionante retahíla de sabios y
santos de la talla de san Martín de Braga, san Eulogio de Córdoba o el Papa San
Dámaso. Si bien no hubo grandes doctores de la talla de San Agustín, nuestra
tierra fue generosa con la Iglesia, tras haber sido tan testaruda. Sin embargo,
la resistencia pagana también enraizó en España. Prisciliano se enfrentó a la
Iglesia proclamando su propia doctrina, ordenando sus propios sacerdotes y, por
supuesto, mezclando prácticas aberrantes haciéndolas pasar por cristianas. Y
cuando parecía que, erradicado el priscilianismo y vencidas la mayor parte de
herejías, la Iglesia podría disfrutar de un tiempo de paz, llegaron las
invasiones bárbaras y aniquilaron la mitad del Imperio Romano, sometiendo al
mundo a un caos nunca antes conocido.
Por
la península ibérica pasaron varios pueblos que arrasaron todo a su paso, como
los vándalos, o que simplemente eran paganos o arrianos y sometían a los
cristianos a servidumbre. Al final los visigodos se hicieron con el control de
toda Hispania y sojuzgaron a la población, mayoritariamente católica, al yugo
del arrianismo. Fue una carga ligera en comparación con la de otros lugares,
pero los católicos que tanto habían luchado por su fe no querían volverse a ver sometidos y relegados a ciudadanos de
segunda categoría. Habían sobrevivido a las persecuciones y a las invasiones
bárbaras, y no estaban dispuestos a rendir la fe que tanto esfuerzo les había
costado mantener, por lo que la fides
gothica, ese paganismo germano disfrazado de cristianismo simplificado, se
volvió a oponer a la fe católica y, de nuevo, los que tenían el mayor poder
económico y militar sucumbieron – no sin derramamiento de sangre – ante la
Iglesia de Dios, que trocó el enfrentamiento en síntesis y comunión, y la
conversión del rey Recaredo, de la mano del mayor filósofo de su tiempo, San
Isidoro de Sevilla, asombró al mundo.
España
había terminado de conformarse, y lo había hecho como católica en el fondo y en
la forma. Se abolió la legislación injusta y se comenzó una labor de
evangelización en profundidad, se construyeron magníficas iglesias y se pobló
el campo de monasterios. No obstante, la situación se vio agravada por guerras
intestinas, hambrunas… Y la invasión de otro pueblo bárbaro portador de una
nueva fe nacida en la lejana Arabia: el Islam. Poco tiempo duró la calma.
El
decadente estado visigodo sucumbió como un castillo de naipes ante los nuevos
invasores, no así la recia población hispano-romana. En poco más de una década,
el reino cristiano más poderoso y floreciente de todos había sido borrado de un
plumazo por los recién llegados, que no tardaron mucho en demostrar que no
habían venido como simple élite dominadora, sino que traían su propia forma de
entender el mundo, mezcla de las costumbres paganas arábicas y el cristianismo
heterodoxo oriental. Toda la cultura visigoda, con sus ornamentadas iglesias,
los innumerables monasterios repartidos por toda la geografía, invaluables
objetos litúrgicos e imágenes fueron destruidos, literalmente barridos de la
faz de la Tierra. Y sólo en el Juicio Final nos llegaran noticias de los
sacrilegios y asesinatos de religiosos cometidos durante la invasión.
En
cuanto los cristianos españoles se dieron cuenta de que toda su cosmovisión
estaba siendo amenazada, reaccionaron con firmeza y resistieron la presión de
la cultura islámica. La mayor parte de conversiones a la nueva religión se
dieron entre la aristocracia, que tenía mucho que perder, y que se acogieron a
la política de “facilita la conversión,
dificulta la resistencia” promovida por los árabes. Los cristianos pasaron
de pronto a ser dihimies, sujetos de
derecho menor con mayores cargas fiscales, y el culto católico desapareció de
la esfera pública. Sin embargo, esta táctica, que tan buenos resultados había
dado en todo el África del norte y Asia, convirtiendo masivamente a gran parte
de la población y reduciendo a los cristianos a una clara minoría, en España no
tuvo el éxito esperado, y la resistencia, que había empezado físicamente en las
montañas de Covadonga, tuvo fundamental
apoyo en los cristianos que vivieron bajo el poder islámico, los mozárabes.
Esta
resistencia no se hizo sin sangre. Hubo revueltas provocadas por el pésimo
trato al que los emires y los califas les sometían, y hubo mártires, muchísimos
mártires. La mayoría fueron oscurecidos por la ausencia de fuentes que nos
hablen de ellos, más allá de los horrores que contaban los mozárabes que se
refugiaban en el norte cristiano, pero un relato ha logrado sobrevivir hasta
ahora y contarnos la historia de los mártires de Córdoba, casi medio centenar
de cristianos que sufrieron viles torturas y la muerte a manos de Abderramán II
y Mohamed I.
Paralelamente
al sufrimiento mozárabe, la creciente Iglesia de los reinos cristianos del
norte se enfrentaba a otros problemas, las incursiones andalusíes eran
terribles y barrían de un plumazo, literalmente, años de esforzado trabajo
repoblador. Fueron innumerables las iglesias y monasterios que eran
reconstruidos, destruidos al poco tiempo y vueltos a reedificar. Y no fueron
pocas las ciudades que quedaban vacías, entre muertos y esclavos. Las muertes y
cautiverio entre los soldados, clérigos y simples campesinos u hombres libres
por causa de su fe fue constante hasta finalizada la Reconquista por los Reyes
Católicos. Fueron muy pocos los momentos de paz, y tan sólo cuando el poderío
cristiano era mayor que el musulmán y podía imponerla.
Sin
embargo, las persecuciones no cesaron con la unidad religiosa, ni mucho menos.
Para ese entonces España había gritado al mundo entero que sería católica o no
sería, luchando durante casi ochocientos años para conservar su fe en Cristo y
en la Iglesia. Y el mundo, que no conoce a Dios, captó el mensaje. Desde ese
momento España e Iglesia de Cristo fueron casi sinónimos, y en consecuencia se
les trataba.
Fueron
tres apasionantes siglos en los que España cargó sobre sí misma la cruz de la
evangelización y de la defensa de la fe en todos sus frentes. Asumieron la
exploración, civilización y cristianización de un territorio inmensamente más
grande que la península y a varios meses de peligrosa travesía de la misma,
protegiéndolo de los intentos depredadores de las otras naciones europeas.
Plantó cara al poder islámico que amenazaba Europa en la forma del pujante
Imperio Turco, ya muy lejos de las costas españolas (que, a su vez, seguían
siendo devastadas por piratas islámicos). Encabezó la resistencia a la herejía
protestante con la fuerza de sus armas y de sus misioneros, con la Compañía de
Jesús a la cabeza, a la par re-evangelizadora de Alemania y luz doctrinal en el
crucial Concilio de Trento, que renovó la Iglesia y la dotó de la capacidad de
enfrentarse a los nuevos desafíos. Y todo esto mientras Dios nos regalaba con muchos
de sus santos más elevados, místicos y universales. Simplemente la relación de
nombres dará cabal idea de la gracia divina con la que Dios, a través de los
hijos de España, iluminó al mundo en tan señalada época: San Ignacio de Loyola,
San Francisco de Borgia, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, San Juan
de Ávila o San Francisco Javier. Era la España del los teólogos y de los
santos, la España de las galeras y, de los misioneros, la España que daba a
Cristo todas las facetas de su ser. La España que entregó su vida y su sangre
en rescate por otros muchos.
Pero
hasta en los momentos de gloria hay sufrimientos y persecuciones. La empresa
americana demandó una gran cantidad de hombres y un esfuerzo espiritual que, a
la par que nos impulsaba, nos pedía cada vez más. No en vano el número de
misioneros que España alumbró en esa época es mayor que el resto de misioneros
de la Iglesia hasta la fecha. Y no sólo en América, sino que también en la
lejana Asia o en la hostil África se vieron a los evangelizadores españoles.
Por otro lado, el agotamiento que sufría la población y la economía española al
verse expuestas a los piratas berberiscos causó un grave quebranto en el
crecimiento de la costa mediterránea que, no obstante, no capituló nunca y
soportó los ataques (y hasta devolvió algunos) por causa de fidelidad a Cristo.
¿Y
qué decir de los sufridos soldados que fueron el terror y espanto de herejes y
musulmanes por igual? Los campos de medio mundo fueron testigos de la impresionante
eficacia y fortaleza de los tercios de infantería, la punta de lanza de la
catolicísima España. Esos pocos soldados españoles e italianos, repartidos por
todo el mundo en número siempre muy inferior a sus enemigos, demostraron que
Dios estaba con ellos al otorgarles tan increíbles victorias y tan heroicas
derrotas. Todo por defender la religión católica y a su rey, bien en las
lejanas Filipinas bien en los peligrosísimos mares turcos. Tanta y tan buena
tropa arruinó, literalmente, las arcas del reino varias veces, pese a la plata venida
de América, y significó una sangría humana para la ya poco poblada España que,
con la mitad de población que Francia (por poner un ejemplo de similar
superficie), mantuvo en alto la cruz de Cristo durante varios siglos.
España
no fue movida por intereses propios, alejados de la grandeza a la que era
llamada. Es más, sacrificó muchas veces intereses nacionales para perseguir los
de la Iglesia, como la guerra con la cismática Inglaterra, o cuando ayudó a los
católicos de su enemiga Francia a vencer en una guerra civil que tenían
perdida, o cuando protegió al Imperio de los Austrias alemanes a cambio de nada
en la guerra de los treinta años, o cuando renunció a mezclar a los nativos
americanos en las guerras europeas para protegerles. Era inevitable, cuando
tanto el rey como el pueblo compartían la visión de ser mano derecha de la
Iglesia y fidelísimos servidores de Cristo.
Por
supuesto, identificarse de tal manera con el Reino de Dios tuvo un precio muy
caro. Fueron contadas las ocasiones en los que otras naciones prestaron ayuda a
España, incluso las católicas o los propios Estados Papales. Sólo en momentos
de grave peligro, como la batalla de Lepanto, pudo España verse arropada. La
“cristianísima Francia” no movió jamás un dedo para ayudarnos, y trató de
estorbarnos en todo lo que pudo. Los católicos alemanes y austriacos se
limitaban a sustentar de mala gana a los tercios que enviábamos cuando nos
pedían ayuda, y las repúblicas italianas se sentían más inclinadas a pactar con
los turcos para asegurarse el comercio con oriente que en combatir la creciente
piratería que azotaba el Mediterráneo occidental.
Mas
el milagro no fue eterno. Tres siglos de combates contra el mundo acabaron por
quebrar nuestras fuerzas, que no nuestro espíritu. La guerra de los treinta
años, un enfrentamiento entre la liga católica y la liga protestante más
Francia, acabó con la derrota de la primera y el enfrentamiento a solas de
España con su vecino del norte. En la batalla de Rocroi se simbolizó el ocaso
del poderío español. Rebelados Cataluña y Portugal durante años y perdido el
territorio de Flandes, por el que tanto se había luchado, la paz de los
Pirineos certificó nuestra derrota frente al mundo y la guerra de sucesión,
cuarenta y un años después, en la que las potencias europeas combatieron por
decidir nuestro destino y repartirse los pedazos de nuestro imperio, terminaron
de asegurar la caída del único Imperio verdaderamente católico.
No
obstante, España seguía siendo poderosa, y aún conservaba todos los territorios
americanos y asiáticos que la habían hecho universal. Aunque los ataques de los
piratas, principalmente ingleses, eran devastadores, en conjunto España logró
defender eficazmente sus territorios de ultramar. Además, la Inquisición había
mantenido al reino libre de influencias perniciosas y salvó a la península de
una guerra civil como la que azotó Alemania.
Con
la llegada de los borbones el centralismo terminó por ahogar el antiguo sistema
foral de la monarquía, sustituyéndolo por el absolutismo monárquico y
cercenando las libertades medievales de los españoles. El despotismo ilustrado
significaba la muerte de los fundamentos de la justicia en nuestro país, y con
las raíces podridas, la enfermedad acabó extendiéndose poco a poco al resto de
la nación. Fue en esa etapa, cuando España se vinculó en una humillante y
antinatural alianza con la perversa Francia, cuando se puso la semilla de los
males que nos afligirían durante toda la Edad Contemporánea.
Cuando
las tormentas sembradas en Europa se desataron, nos creímos inmunizados y
cerramos la puerta a la realidad y a la influencia extranjera que, no obstante,
consiguió penetrar. Las sectas masónicas esparcieron hábilmente el liberalismo
por la intelectualidad más innovadora, esperando el momento de la recogida.
Pero
Napoleón acabó imponiéndose y, aprovechándose de la debilidad mental de Carlos
IV y de la estupidez de su hijo, urdió una estratagema para hacerse con toda
España sin oposición alguna. Los soldados franceses, abanderados de las nuevas
ideas revolucionarias (“Liberté, egalité
et fraternité ou la mort”, era uno de los lemas de la república
revolucionaria) se dedicaron a maltratar al pueblo español de obra y de
palabra. No hay nadie que pueda contar todos los atropellos que fueron
cometidos a causa de considerarnos atrasados y anticuados precisamente por
católicos, por defender los ideales de los que ellos ya se habían liberado. Robos por doquier, asesinatos
cometidos impunemente y violaciones que ni siquiera llegaban a los tribunales
por miedo a tantos y tan bien armados franceses (hombres duros y fogueados,
veteranos de decenas de campañas algunos o simples bisoños, pero siempre muy
bien entrenados, y conscientes de que eran un ejército de ocupación) se juntaban
a la humillación patria de Bayona y la cobardía de los funcionarios e
intelectuales que debían defender al pueblo y que, sin embargo, yacían
calmadamente a la espera de órdenes que no llegaban y que no tenían valor para
dar, cuando no colaboraban solícitos con los nuevos mesías revolucionarios.
Pero
el pueblo español habló claro el 2 de mayo en Madrid, y posteriormente en el
resto de España, de donde salieron oleadas de defensores de la patria que no
tenían fin, mientras las Juntas proclamaban unánimemente la guerra “por la Religión, la patria y el rey” y
la Iglesia bendecía la cruzada contra el francés (a pesar de la traición de
bastantes prelados contaminados de la nueva herejía), que guerra de religión
fue, y no otra cosa, la guerra de independencia.
Fue
tremendamente sufrida la contienda, no sólo en la crudeza de los combates y por
el hambre que deja a su paso un ejército, sino por la especial saña con la que
los soldados de Napoleón se cebaron con nosotros, con nuestros bienes y con
nuestros habitantes. Las maldades se multiplicaron ad infinitum, y además de tratar de someter nuestros cuerpos,
hirieron nuestro espíritu y nos dejaron miles de iglesias profanadas y decenas
de miles de obras de arte destruidas o robadas. Todo lo que tuviese olor a católico
fue atacado, y todos los que no se mostrasen servicialmente respetuosos con los
invasores, eran tratados como ciudadanos de segunda, brutos a los que había que
dominar, ya costase una bofetada en la cara de una joven campesina o quince mil
bajas frente a los muros de la irreductible Zaragoza.
Pero
todos hacen leña del árbol caído, y tras los muros de Cádiz la semilla de la
ideología a la que combatimos, por la que tantos españoles daban la vida,
germinó a la sombra de la traición y dio el fruto más amargo de nuestra
historia: la constitución de Cádiz. Prudente, no se atrevía a desbaratar el
catolicismo en nuestra patria, pero introducía principios ajenos y perniciosos
que fueron el comienzo de una desgracia que aún vivimos. De esas Cortes
ilegítimas, no representativas y plagadas de la ideología por la que estaban
muriendo sus compatriotas, salieron los frutos que llegan hasta hoy.
Acabada
la guerra y retornado el rey Fernando, éramos una nación agotada y herida, nos
creíamos victoriosos pero habíamos sido marcados por la huella de la herejía
liberal. Poco tardó el rey felón en ceder frente a los liberales, y a su muerte
la guerra civil estalló. La regente pagó el trono de su hija con la cesión
completa del estado a los herejes, y estos se adueñaron rápidamente del estado
y lo lanzaron a la guerra contra los carlistas, defensores a ultranza de la
verdadera fe y de Don Carlos, rival de la niña Isabel por el trono. Al final, y
pese al apoyo popular y las increíbles victorias, la causa carlista murió de desafección
y traiciones, y el abrazo de Vergara finiquitó lo que la Santa Sede no tuvo más
remedio que reconocer tiempo después: la España católica (la auténtica) volvía
a las catacumbas.
Muy
pronto los liberales demostraron sus verdaderas intenciones. Bajo la suave
mentira de nuevas libertades y privilegios, sometieron a la Iglesia al
latrocinio más ingente y generalizado desde que los musulmanes arrasaron por
completo el legado artístico hispano-visigodo. Las desamortizaciones expoliaron
la mayor parte de monasterios de la península, y abandonaron a la ruina y al
despojo innumerables obras de arte, obligando a la secularización de decenas de
miles de religiosos, forzados a reintegrarse al siglo. Para mayor vergüenza, el
dinero sacado de las ventas de las tierras (que, por regla general, acabaron en
manos de la nueva burguesía liberal) financió la guerra contra los carlistas.
La abolición del Santo Oficio, en 1820, marcaba a las claras la dirección que
iba a tomar la nueva cosmovisión dominante.
Además,
los liberales tuvieron el honor de inaugurar el anticlericalismo en España con
la matanza de frailes de 1834, donde el odio de las turbas irreligiosas se dejó
sentir con más fuerza. No sólo eran muertos, sino que sus cadáveres servían
como diversión, y hasta se dieron casos de canibalismo, y no por hambre
precisamente. Las turbas del liberalismo fueron dirigidas por las sectas
masónicas, según nos relató Martínez de la Rosa, e inauguraron su satánica
campaña con esta blasfema y evidente rima:
Muera
Cristo,
viva
Luzbel;
muera
don Carlos,
viva
Isabel.
Poco
antes la encíclica Mirari Vos había
ratificado la condena de las ideas liberales como lo que eran: herejías
alejadas de la Iglesia de Cristo. Desde ese momento, los ataques a monasterios
y el asesinato de religiosos se repitieron con bastante frecuencia, y se
aprovechaba toda revuelta o desorden para golpear de nuevo a la Iglesia. No
obstante y, pese a todo, en plena vorágine liberal, Dios alumbró a España con
dos filósofos puramente católicos que nada tendrían que envidiar a sus
predecesores: Jaime Balmes y Donoso Cortes, dos gotas de agua en un océano de
sangre.
Pero
la España católica aún persistía en los corazones de muchas gentes de bien, que
se negaban a plegarse a las nuevas locuras. Algunos se unieron a los derrotados
carlistaz, otros muchos se desligaron de las corrientes ideológicas imperantes,
y los menos se unían a los liberales moderados para tratar de limitar el mal
que podrían causar. Pero todo esto fue en vano, porque la lucha por los
corazones de los españoles no sería cosa de dos, sino de tres.
Hijo
bastardo del liberalismo, las nuevas ideas extendidas por Karl Marx se
esparcieron como un veneno por toda Europa, encontrando acomodo en la gran masa
de hombres explotados y reducidos a meras máquinas por sus nuevos amos. La
nueva ideología no se basaba tanto en sesudas reflexiones como en pasquines y
propaganda, y no actuó de manera definida, sino que se infiltró en los sectores
más progresistas del liberalismo y logró desestabilizar los distintos gobiernos
que se sucedían bajo el reinado de Isabel II. Los liberales trataron de ajustar
la sociedad a sus ideas, ejerciendo una dura presión sobre la educación y la
presencia efectiva de la Iglesia en las calles, y minaron poco a poco el apoyo
social a la misma. Los carlistas acabaron siendo derrotados también
ideológicamente, y el corrupto sistema de gobierno liberal enquistaba a un
partido concreto y volvía a los demás
contra él para obtener su parcela de poder. En este ambiente de caos, con
numerosas revueltas por las calles que generalmente acababan con algún convento
en llamas, con constituciones cada vez más apóstatas en su fundamento ideológico
y anticlerical en su normativa, se llegó a la llamada “gloriosa revolución”,
donde el general Prim acabó echando a la reina Isabel II y estableciendo una
monarquía electiva, resucitando así el peligroso método visigodo. Más no hubo
una reedición del morbo gótico, ya que el primer candidato en aceptar, el masón
Amadeo de Saboya, hubo de renunciar al trono a la muerte de Prim a manos de un
anarquista, dejando paso a la primera república española, culmen de casi setenta
años de despropósito liberal. La revolución del 68 significó la declarada
guerra ideológica contra la Iglesia y la fe católica, que hubieron de sufrir,
además de la violencia física, un crudelísimo y feroz bombardeo ideológico de
manos de toda suerte de nuevos intelectuales y hasta ex clérigos. Y si la
revolución del 68 fue la declaración de guerra abierta a la Iglesia, la
república del 73 significó una guerra abierta al orden.
Durante
el periodo revolucionario y hasta el fin de la I república, a España le
azotaron tres guerras civiles simultáneas (La rebelión de los criollos en Cuba,
otra insurrección carlista y la guerra contra los cantones independientes) y la
religión sufrió las consecuencias de manera desigual: se expulsó de nuevo a la
Compañía de Jesús, se estableció la libertad de culto y de educación (en manos
de la Iglesia y último gran baluarte ideológico de la misma), se proscribió a
todas las nuevas órdenes religiosas fundadas desde 1837 y se ordenó la
incautación de la mayor parte de bibliotecas dependientes de la Iglesia.
Tras
la restauración borbónica el liberalismo se hallaba firmemente asentado en el
poder, y las nuevas ideas habían hecho retroceder a la Iglesia de la vida
pública como simple culto religioso, sin apenas auténtica influencia, salvo en
el reducto de la educación. La élite liberal se distanció de los ataques
violentos contra los religiosos, pero justificando las leyes y medidas
asfixiantes contra ellas. Desde un antiguo convento saqueado y profanado, el
nuevo congreso de los diputados dirigió eficazmente el exterminio moral de la
Iglesia española. Por su parte, los nuevos movimientos marxistas se hicieron
sentir cada vez con más fuerza, y los socialistas y anarquistas tomaron el
relevo y elevaron la quema de conventos y la matanza de clérigos a la categoría
de arte. Poco después las aguas volvían a su cauce y la relativa calma
conseguida con Alfonso XII y su hijo hicieron que los religiosos y religiosas
de España duplicasen su número con respecto al periodo revolucionario. Pequeña
interrupción en la caída, propiciada por el espanto de los liberales hacia los
marxistas.
La
situación en la que se vivía en la restauración llegó a su fin con el aumento
de la presión de estos últimos. No sólo se dedicaban a quemar conventos e
iglesias, como en la infausta semana trágica de Barcelona, sino que
convirtieron el terrorismo en su forma de enfrentarse a la omnipotencia liberal
en la política. Fue a la postre esta situación insostenible la que llevó a la dictadura
de Primo de Rivera, y la posterior caída de Alfonso XIII, abandonado de
cualquier apoyo y enfrentado a liberales y marxistas, que acabó renunciando al
trono dando legitimidad al golpe de estado republicano.
La
II Republica significó la alianza de las dos corrientes ideológicas
mayoritarias contrarias al catolicismo que había en España, y la situación
degeneró rápidamente, ya que los partidos liberales no lograron controlar a los
marxistas, y estos se hicieron rápidamente con la situación. La revolución de
1934, provocada por la entrada de la derecha republicana en el gobierno, sesgó la
vida de 34 religiosos en tan sólo dos semanas en Oviedo y la cuenca minera,
amén de la total destrucción de gran cantidad de templos, incluida su famosa catedral.
Pero
cuando el Frente Popular dio por ganadas las elecciones de febrero de 1936, se
desató la mayor persecución religiosa jamás habida en nuestro país desde los
lejanos tiempos de Al-Ándalus. No sólo cayeron gran parte de los religiosos y
apenas quedaron iglesias que no hubiesen sido profanadas, sino que el simple
hecho de ser católico implicaba muchas veces una condena a muerte.
El
intento fallido de golpe de estado fue una conspiración liberal llevada a cabo
por los republicanos Mola y Sanjurjo, pero se trocó, por gracia de Dios, en una
cruzada católica contra las locuras marxistas. Los liberales se dividieron,
pero no lograron articular un proyecto propio tras el fracaso de su república y
acabaron decantándose la mayor parte por el bando nacional, y la contienda se
dirimió entre católicos y marxistas.
La
guerra civil no fue más que la continuación del secular enfrentamiento que
azotaba nuestra patria desde hacía ya dos siglos y del que no fue ajena la
violencia. La ingente cantidad de mártires reconocidos por la Iglesia de este
periodo y los que están en proceso de beatificación o canonización se acerca a
los 10.000, lo que nos da una idea de la increíble virulencia que las fuerzas
del mal desataron sobre España, y lo milagroso de la victoria católica dada la
desproporción de fuerzas, que las ayudas internacionales no hicieron sino
acrecentar. Tantos mártires, tanta gente entregada voluntariamente a una muerte
generalmente horripilante y de un sadismo inusitado, vino acompañada por
centenares de miles de hombres y mujeres valientes que, si bien no son
mártires, murieron a causa de las persecuciones. Inmenso tesoro el nuestro, a
los ojos de Dios.
Tras
la guerra civil, España se convirtió en el único país católico en un mundo
liberal, fascista o comunista. Como dijo Jacinto Benavente, a España “le cupo,
una vez más, la gloria de ver claro cuando todo el mundo estaba ciego”, y se restauró la unidad católica, y la
nación volvió, inevitablemente, a ser rechazada por el resto del mundo en un
momento en el que toda España estaba arrasada y necesitaba ser reconstruida.
No obstante, España volvió a levantarse, aun con
dificultad, y logró sobrevivir a la oleada de liberalismo y comunismo que
azotaba al mundo. A la postre, la
infiltración marxista en la Iglesia católica, puntal del régimen franquista, y
la oleada de liberalismo que vino con la época de apertura de mercado, terminó
corrompiendo la sociedad a niveles cercanos a los del resto de Occidente y, con
la transición, el sistema político se puso rápidamente a la altura de la
sociedad.
Y ahora, a principios del siglo XXI la situación no
parece mejorar. Los católicos vivimos nuestra fe casi de manera clandestina, y
muchas veces hemos de enfrentarnos al rechazo de la sociedad, cuando no a la
abierta hostilidad de los poderes del mundo.
Ser católico significa aceptar la persecución de la
sociedad, asumir sobre nosotros la carga de la cruz de Cristo y preferir perder
la vida que perderle a Él. El mundo nunca terminará de ser nuestro, y siempre
seremos ajenos a él y, aunque podamos conseguir algunos triunfos relativos o reducidos,
es nuestro destino ser perseguidos y sufrir por su causa. Estamos llamados al
combate espiritual, al pulso contra las fuerzas de Satanás, que actúa por la
debilidad de los hombres, y siempre hemos luchado en inferioridad, con menos
medios y posibilidades, pero fiados de que Dios nunca nos abandonará y
sabedores de que, aunque suframos severas y aparentemente definitivas derrotas,
el resultado de la contienda ya está decidido.
España debe gran parte de su ser a la Iglesia
Católica, y en cierta medida la Iglesia es lo que es gracias a España. Desde
los albores de nuestra patria los españoles hemos cargado sobre nuestros
hombros la misión de evangelización y de defensa de la fe, y hemos asumido las
mayores cargas por causa de la Esposa de Cristo, incluidas las más cruentas
persecuciones que todavía no han llegado. Pero ese mismo convencimiento nos
hace saber que los mayores triunfos también vendrán de nuestro lado, y que Dios
no abandonará a su suerte a la nación que más ha sufrido por su causa y que más
esfuerzos ha hecho por honrarle. Por algo envió a su primo, Santiago Apóstol, a
evangelizarnos, y por algo Nuestra Señora se le apareció en el Pilar de
Zaragoza prometiéndole que no abandonaría estas tierras nunca. Y donde está Su
Madre, no deja de estar el Hijo.
No dejéis que la dureza de los tiempos que están por
venir os acobarden. Sois católicos y españoles y, con la ayuda de Dios, nada ha de vencer vuestro espíritu.
Luis
Ignacio Rodríguez
No hay comentarios:
Publicar un comentario