La única duda útil es la que desaparece. Da igual en qué faceta de la vida nos encontremos o qué tema estemos tratando; la duda es en sí mismo un fracaso, y solo aquel que es capaz de convertirla en certeza o, como mucho, en sospecha fundada, puede decir que la ha vencido y que ha sacado de ella un bien mayor: tal es la naturaleza de la razón humana.
Desde la eclosión liberal y el alumbramiento de las nuevas ciencias se ha adoptado como parte del método de trabajo científico una prudente duda que permite desprenderse de prejuicios perjudiciales para las propias ciencias, pero, paralelamente, se elevaba tal herramienta y se la sacaba de los estrictos corsés metodológicos bajo los que funcionaba, convirtiéndola es una suerte de estandarte aplicable contra cualquier cosa porque, en definitiva, no defendía nada.
Desde entonces se asistió con estupor a la coronación y sacralización de la duda, manejada por gentes que vieron en ella la oportunidad de derribar a sus seculares enemigos e instaurarse ellos, sin entender que la duda, como un agujero negro, es capaz de arrastrarte a los abismos más oscuros si te acercas demasiado. De tal forma, un mal se convirtió en un bien, y un Dios fue apartado para dejar paso a algo que se le parecía, pero que en realidad era todo lo contrario.
Aquellos que se refugian en la duda, que la defienden y la propugnan, se aprovechan de lo sencillo que resulta comprometerse con un vacío, defender lo inatacable y promocionar algo que, en definitiva, por tener no tiene ni fallos. Lo disfrazan, eso sí, para que no veamos al oscuro espectro que se esconde tras la máscara. Todos cabemos en él, pues no nos exige ningún compromiso para abrazarlo, aunque luego acabe robando todos los nuestros.
No es extraño cruzarse de vez en cuando con ella. Siempre hay alguien dispuesto a presentártela, y enseguida, si se le da pie, comenzará a succionar tus certezas (algunas malas, qué duda cabe), y tratará de derribar el edificio de las creencias y valores propios para instaurarse ella misma. Será muy cómodo, pues un solar abandonado no necesita mantenimiento, y también muy sencillo, pues aquellos a los que ataques, al llegar a tu casa verán que no hay nada que merezca la pena cuestionar. De esta forma la duda ha sembrado nuestra sociedad de pequeñas réplicas de sí misma, soberbias y vacías, desafiantes y sin sustancia, tristes, sobre todo muy tristes, pues son incapaces de construir algo que trascienda su propio provecho.
Por eso es necesario poner puertas al campo y cercar a la duda en el silogismo de su propia incongruencia, pues ¿no es acaso un dogma indemostrado que ha de dudarse de todo por principio? Como cualquier medicamento, la duda es muy útil procurada en pequeñas dosis, y siempre con sentido común, de lo contrario no solo pierde su utilidad, sino que se convierte en algo tremendamente peligroso.
Luis Ignacio Rodríguez
Fëanar
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