domingo, 21 de septiembre de 2014

Cuando España rescató Malta de las tropas de Solimán

El Imperio Otomano mantuvo, con la ayuda de los piratas berberiscos, la supremacía sobre el mar Mediterráneo desde finales de siglo XV sin que ningún reino cristiano se atreviera a interponerse. Los cristianos que tenían su pie a remojo del Mare Nostrum sufrieron un asfixiante acoso turco que les obligó a abandonar poblaciones cercanas a la costa. Para mayor impedimento, los esfuerzos occidentales eran escasos y estaban quebrados. Aragón y Castilla encabezaban la contienda, junto a la mayoría de reinos italianos; por el contrario, Venecia y Francia no dudaban en alinearse con los turcos si la ocasión les resultaba provechosa. Y en esta guerra perpetua, donde los aliados cristianos se contaban en número bajo, la ayuda de una de las míticas ordenes de cruzados, los Hospitalarios de San Juan, se antojó crucial. Su presencia en el Mediterráneo sacó de quicio a varias generaciones de sultanes. Una de ellas se propuso erradicar la orden para siempre.

Los orígenes de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén se remontan a 1084, cuando mercaderes de Amalfi fundaron en Jerusalén un hospital para peregrinos. Tras participar en las grandes cruzadas en Oriente Medio, la explosión otomana forzó a los hospitalarios a retroceder hacia occidente. En 1310, la Orden se encontraba asentada en la isla de Rodas –que suponía un punto clave a nivel geoestratégico– desde donde lanzaban ataques piratas contra los intereses turcos y contra barcos cristianos dedicados a la trata de esclavos. Su nueva faceta como corsarios provocó un arranque de cólera de Solimán el Magnífico, que, al frente de un ejército de 200.000 hombres, sitió Rodas en 1522. Con la retaguardia a poca distancia, Solimán no tuvo excesiva dificultad en obligar a la Orden a capitular y abandonar la isla. Pero toda esperanza musulmana de ver desaparecida la Orden se esfumó siete años después cuando Carlos V cedió la isla de Malta a los hospitalarios.

El nuevo enclave en Malta supondría una estocada en el costado del Imperio Otomano. No obstante, en un principio los líderes de la orden se mostraron defraudados con la sede, puesto que sus recursos y posibilidades se imaginaban muy lejanos a los de Rodas e, incluso, sopesaron distintos planes para recuperar su antiguo feudo. Ante el avance berberisco –encabezado por el mítico pirata Dragut–, las operaciones de la orden tuvieron que multiplicarse. Entre ellas, la famosa defensa de Pollensa (Mallorca) que sufrió un ataque de Dragut en 1550.

La virulencia turca alcanzaría su cota en 1551. Dragut y el almirante turco Sinán invadieron la isla de Malta con unos 10.000 hombres. Sopesado inútil el ataque, Dragut detuvo el ataque y se trasladó a un objetivo más sencillo: la vecina isla de Gozo, donde bombardeó la ciudadela durante varios días. Finalmente, el gobernador de los Caballeros en Gozo –Galatian de Sesse–, considerando que la resistencia era inútil, rindió la ciudadela. El corsario turco tomó como rehenes a la práctica totalidad de la población (unos 5.000 habitantes) para después dirigirse a Trípoli, junto con Sinán Bajá, donde expulsó fácilmente a la guarnición de Caballeros malteses.

El Gran Maestre de la Orden entonces, Juan de Homedes, vio la amenaza musulmana inminente y ordenó reforzar el Fuerte de San Ángel en Birgu. Además de construir dos fuertes nuevos: el de San Miguel, en el promontorio de Senglea; y el de San Telmo, que sería crucial en el famoso sitio de 1565. Los nuevos fuertes fueron construidos según la traza italiana, donde la artillería tenía un lugar predilecto.

Aunque el ataque a Malta no llegó hasta mucho tiempo después, la hegemonía Otomana viviría su cenit en los siguientes años. En España, la complicidad y asistencia de los corsarios berberiscos con los moriscos forzó una réplica cristiana que acabó en catástrofe. Felipe II se arrojó a la conquista de la isla de Djerba, en 1560, con una flota de 54 naves y 14.000 hombres, entre ellos una amplia representación de la Orden de Malta. La indecisión de Juan Andrea Doria y el duque de Medinacelli –cabezas marítimos de la operación– permitió que el almirante Pialí Baja sorprendiera a la flota imperial. Los otomanos capturaron o hundieron la mitad de las galeras españolas y lo que resultó más grave: masacraron a 10.000 soldados que se encontraban atrincherados en tierra. Los 4.000 cristianos restantes –entre ellos el capitán Lope de Figueroa y el maestre de campo Andrade– fueron llevados a Estambul.

En 1554, el Caballero Romegas capturó una flota turca donde viajaban: el Eunuco Mayor de Solimán, el gobernador de Alejandría, Mirmah, la hermana de Solimán y buena parte del harem de Solimán, incluida una de sus mujeres preferidas, Roxellane. Además de un botín de 80.000 ducados, Romegas llevó a Malta la furia del sultán. Solimán por fin tenía un casus belli a la altura de la empresa que se proponía iniciar. Una vez conquistada Malta, Sicilia supondría una cómoda puerta para entrar en el Imperio Español.

El sitio de Malta (1565)

El asedio turco llegó en el peor momento para los hospitalarios, que se encontraban sumidos en una grave crisis económica. La explosión protestante privó a la Orden de numerosas Lenguas y, además, decenas de caballeros holandeses y alemanes renunciaron a sus votos en esa década. En Inglaterra, Enrique VIII tomó una decisión aún más drástica y disolvió la Lengua inglesa. Para única ventaja cristiana, desde 1557, Jean Parisot de la Valette –caballero de la lengua de Provenza– se alzó a la cabeza de la Orden. Su coraje y resistencia moral serían claves en el largo asedio.

Pocos años antes de la llegada de la flota turca, el Gran Maestre había calificado de indefendible la Isla de Malta y se había mostrado partidario de trasladarse a Túnez. A principios de 1565, el Gran Maestre recibió advertencias del ataque, pero Jean de la Valette cometió una grave falta de previsión al empezar con retraso las medidas defensivas más elementales: reclutar soldados en Italia, acumular víveres, acelerar los trabajos de reparación y reestructuración en los fuertes de San Ángel, San Miguel y San Telmo, evacuar a los civiles y llevar a cabo una estrategia de tierra quemada en Malta y Gozo. La situación económica de la Orden no permitían realizar tales acciones a la ligera, y solo cuando la flota enemiga se asomó al horizonte el 18 de mayo –varios meses antes de lo previsto– el Gran Maestre se decidió a autorizar las medidas más duras.

La situación del Imperio Español no era mucho mejor. Comprometidos en numerosos frentes, la herida abierta en Djerba continuaba supurando en sus fuerzas mediterráneas. Así, cuando la Orden reclamó ayuda al virrey de Sicilia, García de Toledo –línea secundaria de la Casa de Alba– este se limitó a enviar a un millar de arcabuceros. En total, las fuerzas cristianas sumaban 6.100 soldados: 500 hospitalarios, 400 españoles, 800 italianos, 500 soldados de galeras, 500 esclavos de galeras, 3.000 milicianos malteses, 200 soldados griegos y sicilianos, 100 soldados de la comandancia.

Frente a estas exiguas fuerzas, las huestes otomanas habían reunido una de las mayores flotas de invasión de la historia moderna: 131 galeras y medio centenar de barcos de menor calado, cargados con un completo tren de asedio. En lo referido a las fuerzas terrestres el número oscila, según la fuente, de 25.000 a 40.000 soldados. La propaganda cristiana elevó la cifra con el fin de resaltar la hazaña, lo cual hace imposible estimar las cifras reunidas por Solimán. De lo poco nítido es que entre los turcos se incluían 4.000 fanáticos religiosos y 6.000 jenízaros (la infantería de élite otomana).

A pesar de la muy abrumadora superioridad, los otomanos contaban con una enorme desventaja: su mando estaba dividido entre el visir Mustafa Bajá y el almirante Pialí Bajá, que a su vez quedaban supeditados al corsario Dragut cuando llegara procedente de Túnez. En la disputa por seleccionar el primer objetivo se impuso el criterio de Bajá: atacar la fortaleza de San Telmo antes de centrarse en la ciudad principal.

Construida en piedra maciza, la fortaleza de San Telmo, frente a la capital, se encontraba defendida por solo 100 caballeros y 500 soldados. Valette había ordenado a la guarnición resistir hasta la muerte. Una semana después –cuando la fortaleza estaba reducida a escombros– la Orden se dedicó a sustituir a los muertos y los heridos durante la noche. La impresión de que los defensores eran sobrenaturales caló entre las filas turcas que se pasaron un mes bombardeando unas ruinas que vomitaban pólvora.

La decisión de conquistar San Telmo bajo cualquier circunstancia fue a la postre una de las principales razones del fracaso turco. Un largo asedio lejos de las bases principales y con tantas bocas que mantener se reveló insostenible. El día 23 de junio, tras un mes de asedio y 6.000 muertos en las filas turcas se hicieron con su anhelado objetivo: ¡un amasijo de ruinas! Por el camino quedó el legendario Dragut que, empeñado en impedir la llegada de refuerzos, fue alcanzado en su galera por un proyectil desde San Ángel.

Aún diezmadas, las fuerzas musulmanas seguían resultando aterradoras y en todo el tiempo que habían mantenido el bombardeo sobre San Telmo no habían aflojado el bloqueo marítimo. Por ello fue especialmente meritoria la venida entre sombras del capitán español Juan de Cardona al frente de cuatro galeras y 600 soldados, la mayoría pertenecientes a la élite de los ejércitos españoles: los tercios castellanos.

Con los suministros malteses en caída libre, Mustafá ordenó el primer ataque contra la ciudad principal el día 15 de julio. Para evitar los errores del asalto a San Telmo, el visir dividió sus fuerzas en tres grupos. En una operación combinada, 100 embarcaciones se lanzaron sobre el Gran Puerto con el fin de desembarcar, mientras las fuerzas terrestres atacaban las murallas exteriores de la ciudad. El ataque fracaso solo por la determinante actuación de una batería de cañones colocado en un punto clave.

En este primer asalto directo, los turcos hicieron gala de todo su musculo mientras los cristianos a duras penas consiguieron ocultar su fatiga y lo roído de sus vestimentas. Dentro de la ciudad se empezaban a vivir situaciones de hambre extrema y la podredumbre campaba a sus anchas. En los subsiguientes asaltos, la figura de Jean Parisot de la Valette alcanzaría el máximo protagonismo a través de sus encendidas arengas y su enérgica presencia en primera línea de batalla.

El segundo asalto llevó al límite la resistencia de los malteses. Tras sufrir un bombardeo colosal, según una fuente turca se emplearon 130.000 balas de cañón, la ciudad a medio derruir recibió dos ataques simultáneos el 7 de agosto. Con todo a favor de la causa turca y las huestes dentro de la ciudad, un golpe de suerte en el bando cristiano echo al traste la victoria musulmana. La batida diaria del jefe de la caballería, Vincenzo Anastagi, se encontró por casualidad con el hospital principal de los otomanos, que ante el ataque a su retaguardia creyeron vislumbrar el desembarco de refuerzos españoles. No son gigantes sino molinos debió vociferar el visir al observar el repliegue turco. Paradójicamente, la legendaria caballería maltesa, que poco podía aportar en la defensa de las murallas pero tanta gloria había procurado a la Orden, salvó a la ciudad cuando todo parecía perdido.

Sin interrumpir en ningún momento el bombardeo, los otomanos emprendieron sendos asaltos el día 19 y el día 31 de agosto, aprovechando que las lluvias de aquel día reducían efectividad a los arcabuceros cristianos. La situación dentro de la ciudad llegó a ser tan desesperada como para que el Consejo de Ancianos –órgano civil al mando de la ciudad– se retirara al Fuerte de San Ángel. No obstante, Valette prefirió mantener la posición, quizá, sabedor de que los pulmones turcos no podían aguantar el aire eternamente. Los acontecimientos posteriores confirmarían que la intuición del veterano comandante no andaba desencaminada.

El gran rescate español

A principios de julio un joven miembro de la corte del rey Felipe II se escabullía por la noche de su residencia en Galapagar para tomar rumbo a Barcelona, donde una flota española se concentraba para dirigirse a Malta. Aquel joven era Don Juan de Austria y, aunque entonces se le impidió embarcar, pocos años después se encargaría de encabezar la madre de todas las flotas enviadas contra el Imperio otomano. Y es que en Malta comenzó a cambiar el balance de fuerzas en el Mediterráneo o al menos así lo vio la Europa cristiana que respondió con furia al grito de auxilio. García de Toledo –a pesar de las críticas que recibió por su lentitud– planificó con los pobres recursos que disponía una escuadra de socorro en un tiempo razonable. El esfuerzo era aunar una flota de galeras, con capacidad de romper el bloqueo, y un grupo terrestre que pudiera hacer frente a las tropas musulmanas desplegadas.

El rescate se había hecho esperar, pero el día 7 de septiembre se dio el paso clave. Don Álvaro de Bazán, otro de los que resultaría clave en Lepanto, venció la línea de defensa turca con 60 galeras. El ataque se había dilatado unos días más por las condiciones marítimas. Embarcada en la flota de rescate iban tropas del maestre de campo Gonzalo de Bracamonte, procedentes de Córcega; de Sancho de Londoño, venidas de Lombardía; y las de Álvaro de Sande, procedentes de Nápoles. El grueso de las fuerzas cristianas lo conformaba el Tercio de Sicilia, aportado por García de Toledo (por esas fechas gravemente enfermo de gota). El duque de Florencia y el de Génova también enviaron varias embarcaciones.

9.600 cristianos desembarcaron el día 8 de septiembre en la bahía de San Pablo. En tierra, las fuerzas españolas formaron rápidamente los temidos cuadros de los tercios y emprendieron una marcha de tres días. Los turcos –estimando que se trataba solo de la avanzadilla de un ejército aún mayor– comprendieron su derrota. Sin embargo, en el último momento un soldado morisco se pasó a los turcos y les informó de que seguían en superioridad numérica. Mustafá suspendió el embarco y se preparó para el combate. Viendo al enemigo cerca, Álvaro de Sande –en punta de la vanguardia española– cargó sobre los turcos que iban a tomar posesión de una colina, con una única compañía de arcabuceros, sin esperar a ponerse la coraza o a recibir órdenes. Los desmoralizados turcos se convencieron rápido de que no había otra posibilidad que huir. El día 12, las últimas galeras turcas abandonaban la isla.

El desastre otomano era pleno. La primera gran derrota turca en décadas había costado 30.000 bajas, entre ellas la del afamado Dragut, y una grave pérdida de prestigio. Los reinos cristianos habían recuperado la confianza militar y no tardarían en recuperar la iniciativa, como demostraron en la batalla de Lepanto siete años después. Con la incapacidad de conquistar Malta, el Imperio Turco puso sobre la mesa sus puntos flacos y Solimán el Magnífico perdió la ocasión de poner el broche de oro a un reinado brillante. Un año después de los sucesos de Malta, el Sultán turco falleció de una apoplejía durante la batalla de Szigétvar en Transilvania. Además, la peste asoló las huestes turcas en el trascurso de esa campaña.

Gracias al oportuno rescate enviado por Felipe II y a la heroica defensa de los miembros de la Orden de Malta se frenó una acometida cargada de veneno. Una base turca a las puertas de Italia habría abierto una grave herida en la Cristiandad. El artífice de la pertinaz defensa, Jean Parisot de la Valette, fue recompensado por Felipe II con una espada y una daga de acero toledano de fornituras de oro y pedrería grabadas con la leyenda latina «PLVS QVAM VALOR VALETTA VALET» («Más que el mismo valor vale Valetta»). Desde entonces, cada 8 de septiembre, la espada y la daga del Valor desfilaban por las calles de La Valeta siguiendo al portaestandarte de Cruz de Malta.

Hasta la conquista de la isla por Napoleón, los caballeros continuaron con su activa labor de corso. Cada año con menos recursos, la Orden se fue deshilachando poco a poco y su rol quedó por completo desdibujado. En la actualidad, sus actividades se limitan a labores benéficas y a la defensa del patrimonio cultural.

Duque de Alba
[Artículo original publicado aquí]
Fëanar

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