Una de las hipótesis que más fuerza
cobró en tiempos del autor y que buscaba desentrañar los entresijos mentales
que habían dado lugar a la palabra hobbit es que este vocablo se asemeja a la
palabra inglesa “rabbit” (conejo en inglés) La clave según esta propuesta sería
que las criaturas de Tolkien se parecen a los conejos por gustarles vivir en
los agujeros de la tierra, ser sigilosos, por lo general inofensivos y de
estatura mediana y peludos. Desde luego se trata de una propuesta original
pero, como el propio escritor se encargó de aclarar en vida, completamente
errónea.
Lejos de lo que pueda creerse, la
palabra “hobbit” ya existía antes de que Tolkien le diera su propio y
definitivo relieve. Ya aparecía mencionada en The Denham Tracts, una colección de publicaciones populares de
mediados del siglo XIX, donde se recogía un amplio listado de criaturas mágicas
y sobrenaturales de los antiguos mitos anglosajones, entre las que figuran los
llamados “hobbits”, definidos aquí como una suerte de espíritus. Sin embargo,
los hobbits de Tolkien y los “hobbits” del Deham
Tracs poco tienen en común a parte del nombre.
Harto de tanta especulación, Tolkien decidió hacer un poco de luz lanzando una sugerencia de filólogo: la palabra hobbit bien puede responder a un término moderno para referirse a la palabra anglosajona “holbytla”, una palabra compuesta en la que “hol” significa “hole” (agujero) y “bytlian” hace referencia a “to live in” (vivir en). De este modo “holbytla” vendría a significar “habitante de un agujero”...
En fin, más allá de cualquier disputa etimológica, lo cierto es que a diferencia del nombre de la especie de su protagonista, el argumento de El Hobbit es sencillo y claro; tanto que, comparado con su continuación El Señor de los Anillos, podría tildarse incluso de ingenuo.
Como dice Florencia Rampoldi en su
trabajo Señor de los Mitos sobre el
mundo de la Tierra Media, El Hobbit
reúne todas las cualidades de un “cuento de hadas” pero va más allá, en
respuesta del anhelo de Tolkien por encontrar el trasfondo común de los cuentos
tradicionales que una vez fueron parte de un contexto mitológico mucho más
amplio y hoy día olvidado. Los cuentos de hadas, aunque con una naturaleza muy
similar, se muestran aislados los unos de los otros, sin que el lobo de
Caperucita parezca tener relación alguna con la rueca de la Bella Durmiente o
la rosa de la Bella y la Bestia con la manzana envenenada de Blancanieves. No
hay una historia compartida que los conecte, una relación que de sentido al
entramado fantástico en que se encuadran, y este hecho dejaba a Tolkien
insatisfecho. El trabajo de los Hermanos Grimm al reunir los cuentos y
narraciones tradicionales de Alemania puede catalogarse casi de esfuerzo
arqueológico, especialmente en lo relativo a su Deutsche Mythologie, donde se registraron las historias antiguas de
la mitología teutónica; sin embargo esto no daba respuesta a la pregunta a la
que Tolkien (apellido de origen germánico) daba vueltas sin cesar: ¿cómo eran
estas historias antes de ser convertidas en “cuentos para niños”, cuando
servían para alimentar el sentir de los hombres? Incapaz de encontrar una
respuesta de manos de otros autores, Tolkien decidió responderse a sí mismo, y
lo hizo con El Hobbit.
La historia de Bilbo Bolsón, un hobbit tranquilo, ocioso y de estómago grande que se ve evuelto en una aventura: la de ayudar a recuperar el tesoro perdido a un grupo de enanos errantes y matar al dragón que se lo ha arrebatado. Un argumento aparentemente simple y directo que, sin embargo, alcanza un nivel de profundidad mucho mayor.
Al escribir El Hobbit, Tolkien tuvo presente el Voluspä o Visión de Sybil,
una de las crónicas mitológicas más importantes escritas en noruego antiguo
(lengua que Tolkien conocía muy bien) y que narra el Ragnarok, el crepúsculo de
los dioses nórdicos, de forma muy poética. En dicho tratado aparece un listado
de nombres que nos resultan muy familiares: Bifur, Bombur, Bofur, Nóri, Orinn,
Oinn, Fili y Kili; nombres de ocho de los enanos que llaman a la puerta verde
de Bilbo Bolsón en busca de ayuda y compañeros del príncipe enano sin trono
bajo la montaña: Thorin Escudo de Roble.
Del mismo modo, podemos encontrar a Dáin, y Thror, parientes de Thorin,
mientras que los nombres restantes Dwalin, Gloin Dori y el propio Thorin Escudo de Roble se traslucen en vocablos semejantes siguiendo la
estela de Fundin y el mítico enano Durin. Sin embargo lo más llamativo aparece
en el nombre de Gandalf, el mago de
aspecto humano que, sin ser hombre, ni elfo, ni enano, viaja junto a la
compañía de Thorin como un espíritu guía y guardián que ve más allá de lo que se ve.
Y es que en los primeros borradores de El
Hobbit, Gandalf era un enano jefe, sin embargo el concepto no tardó en
cambiar y en darle nombre al épico mago.
La curiosidad de este nombre radica precisamente en que no es compartido por
todos los habitantes del mundo de Arda, ya que Gandalf es una palabra del Oestron, una de las muchas lenguas
creadas por Tolkien para ser habladas en la Tierra Media, en este caso por los
hobbits, y que traducida a nuestra lengua significa “elfo con una vara”.
Indudablemente, el mago Gandalf no es
un elfo, pero de este modo se pone de relevancia la intención profunda de
Tolkien de dotar a El Hobbit de una
fuente antigua, tratando de responder así a sus inquietudes mitológicas pues,
si Gandalf no pertenece a la raza élfica... ¿qué es y por qué los medianos le
designaron de este modo? Al igual que nosotros con los cuentos de hadas,
probablemente ni los hobbits lo sepan.
Siguiendo la estructura expuesta por Northrop
Frye en su obra An Anatomy of Criticism,
El Hobbit puede describirse como una
combinación entre lo que se ha dado en llamar Baja Mímesis (modelo narrativo en
el que los personajes son iguales a sus semejantes, sin habilidades especiales
que los hagan superiores al resto) y la Ironía, donde la debilidad de los
protagonistas hace que en ocasiones sean objeto de burla y risa. Sin embargo, a
diferencia de esa estructura tan limitada, en el cuento de Tolkien el
anti-héroe Bilbo Bolsón, débil, casero, pequeño e ingenuo, esconde a un
personaje sagaz, inteligente, astuto, generoso, leal y valiente, para
finalmente mostrar a un héroe cuya valiosa participación da lugar a que se haga
justicia con el pueblo enano y le permite regresar a su hogar cargado de
riquezas. ¿Cómo un personaje no más alto que un niño de diez años puede escapar
de una horda de trasgos furiosos, burlar a un rey elfo y plantar cara a un
dragón escupefuego? Los hechos parecen convertirse así en una respuesta a las
palabras de Gandalf cuando en el agujero de Bolsón Cerrado, con la intención de
llevarse a Bilbo a la aventura de los enanos, llegó a disculparse con ellos
diciendo: “Intenté conseguir un guerrero poderoso, pero están todos ocupados
luchando entre ellos en tierras lejanas, y
en esta vecindad los héroes son escasos o, al menos, no se los encuentra”.
Desde luego, Gandalf estaba siendo irónico consigo mismo.
Los oponentes de Bilbo se caracterizan por ser
una antítesis de él mismo, de tal modo que sus cualidades quedan confrontadas a
sus defectos. Gollum, una criatura cuya destrucción interna lo ha conducido a
una deformación física, también vive en un agujero, pero a diferencia del
acogedor y limpio Bolsón Cerrado del hobbit protagonista, el escondrijo de
Gollum es sucio, frío y lleno de humedad. Se trata de un ser obsesionado y
repulsivo que, esclavo de su propia elección, también es digno de lástima.
Alguien que una vez tuvo un nombre, Smeagol, y fue miembro de una especie
anterior a la de los hobbits, una naturaleza que él mismo ha olvidado, como si la
personificación del mito languideciese ante el olvido y terminara convertida en
la triste y rencorosa sombra de lo que una vez fue historia. Los trasgos viven
en las cavernas de las Montañas Nubladas, creando túneles artificiales y
nauseabundos que no respetan las raíces de las sierras, a las que violan con
sus máquinas y tecnología agresiva; mientras que los enanos de Thorin buscan
recuperar su hogar bajo la montaña, un palacio lleno de salas de piedra y oro,
con puertas talladas y muros llenos de arcos; una contraposición ante la
humilde situación de los enanos errantes sin más posesión que sus capuchones de colores y ante la
propia situación de Bilbo, habitante pacífico de un acogedor agujero hobbit sin
más aspiración que la de hacer anillos de humo con su pipa. ¿Quién iba a decir
que, al fin y al cabo, sería un anillo lo que determinaría su futuro?
Sin embargo, si hay un enemigo sin parangón en El Hobbit ese es el dragón. Smaug se nos
presenta como el superviviente de una antigua raza de dragones denominada “de
los escupefuego” que, atraído por la fama de los enanos de Esgaroth, decidió
descender desde el norte para asentarse en los salones de bajo la montaña y
robar las riquezas de la familia de Thorin, un riquísimo tesoro que, sin
embargo, su propia esencia lo hace incapaz de disfrutar. Se trata de un dragón
aparentemente estereotipo del de los cuentos de hadas, pero esto queda en un
simple nivel aparente cuando se atisba la profundidad de que está dotado. Se
trata de un gusano, una serpiente alada de escamas rojas en cuyo vientre se ha
forjado una coraza de gemas y monedas de oro que, tras años y años dormitando
sobre el tesoro robado, han quedado adosadas a su piel. Smaug es la
personalidad de la codicia, la maldad y la astucia; es inteligente y artero, un
conversador sutil y hábil que, sin necesidad de mentir,
es capaz de embaucar a quien lo escucha y hacer que diga lo que quiere ocultar,
sin embargo es mentiroso y lleno de vanidad a partes iguales. Smaug no es un
dragón domable, no es una mascota ni una bestia utilitaria: es un demonio
encarnado. Ante la soberbia (en ambos sentidos) actuación del dragón ante
Bilbo, cualquier comparación con los monstruos de los cuentos tradicionales
palidece.
La
naturaleza de Smaug resulta en principio demasiado grande para compararse con
la pequeña y temblona figura de un hobbit asustado y, sin embargo, resulta
indispensable para dar un sentido pleno a su ser, pues es ante el extremo de
este enfrentamiento donde el Señor Bolsón muestra el cambio que se ha obrado en
él y como, en la posterior batalla que tiene lugar en Lago Largo, la figura del
hobbit se eleva a la del héroe eterno, llegando a rozar su codo con el del
propio Gandalf. Sin embargo, no puede entenderse el enfrentamiento entre Smaug
y Bilbo como una batalla a espada y fuego, sino como una lucha superior, cuasi
espiritual que supone llevar al hobbit hasta el abismo, tentarlo y ver cómo
tras la duda inicial, el pequeño saqueador
es capaz de derrotar al gran ladrón
que, enfurecido, lanza su venganza contra los habitantes de Ciudad del Lago. Y
es aquí donde deviene la derrota física de Smaug: Bardo, un hombre alto y fornido, se traduce
como el estereotipo de héroe tradicional de los cuentos, el príncipe que libera
a la princesa (personificada en las gentes de Lago y Valle) y prefigura la batalla que
tendrá lugar en El Señor de los Anillos
en la que el Rey Brujo será derrotado por una humana, Éowyn, con la previa
intervención del hobbit Merry, quien asestará primero su golpe para que la
joven guerrera acabe finalmente con el espectro. El heroísmo de Bardo recuerda
a las hazañas de los guerreros mitológicos, dominado por la templanza y la
responsabilidad moral que lo hace líder natural de su pueblo, y sobre cuyos
hombros recae el peso de una historia más antigua que él mismo y que no alcanza
del todo a comprender, pero que acepta con una fe inquebrantable.
Algo similar sucede con la figura de
Beorn, el cambiapieles de carácter hosco y desconfiado que, una vez ganada su
amistad, se convierte en un aliado confiable y confiado. Casi podría decirse
que este personaje, amante de los animales y la naturaleza, es un recuerdo de
que en un mundo lleno de peligros hay lugares seguros donde cobijarse. ¡Y qué
decir tienen las águilas de Gwaihir! Los grandes pájaros que vuelan como protectores
de los habitantes de la Tierra Media, librándolos de la asolación de los lobos
y los orcos como espíritus guardianes de los hombres. Se trata de unas
criaturas comparables a Gandalf, de naturaleza sobrenatural, sinónimos de la
esperanza y la sabiduría de los antiguos que observan el devenir del mundo con
un batir de alas silencioso. Casi podría decirse de ellos que son la
representación de un espíritu que mira sin ser visto, interviniendo en ayuda de
quien lo pide, incluso si se trata de enanos quejumbrosos como la compañía de
Thorin, pero respetando la libertad que entreteje la historia y la vida de los
habitantes de Arda. De este modo, los consejos que progresivamente aparecen a
lo largo del cuento van adquiriendo su pleno sentido a medida que el enfrentamiento
con el dragón se aproxima, y su rechazo a favor de la ciega avaricia de los
enanos, que se niegan a compartir su riqueza con los hombres, conduce a un
final inevitable con la muerte del rey enano y su sepultura bajo la Montaña
Solitaria. La historia queda así sepultada bajo la roca y, las hazañas de
Thorin y Bilbo, convertidas en un cuento que contar a los niños antes de irse a
dormir.
El Hobbit registra así un choque de estilos. Por una parte se encuentra el mundo arcaico, lleno de leyendas y arquetipos que enraízan con la historia, y por otro lado el mundo moderno, práctico y volcado en los placeres tradicionales de la vida burguesa del XIX, que minusvalora lo pequeño y desdeña la niñez, personificado en el apoltronado Señor Bolsón. Se trata de un despertar del mito adornado con un disfraz infantil que intenta abrirse paso a través de los acertijos de Gollum, de modo que la idílica paz de la Comarca y los días de alegría en la morada de Rivendel dejen paso por fin a los peligros reales de un mundo plagado de orcos, trasgos, arañas, caminos oscuros y dragones que, sin embargo, pueden ser vencidos.
(c) Rocío DCR - elestandarte.com
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