España es una encina medio sofocada por la yedra. La yedra es tan
frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece
que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol. Pero la
yedra no se puede sostener sobre sí misma. Desde que España dejó de
creer en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales
más pensamientos valederos que los que han tendido a recuperar su
propio ser. Ni su Salmerón, ni su Pi y Margall, ni su Giner, ni su Pablo
Iglesias, han aportado a la filosofía del mundo un solo pensamiento
nuevo que el mundo estime válido. La tradición española puede mostrar
modestamente, pero como valores positivos y universales, un Balmes, un
Donoso, un Menéndez Pelayo, un González Arintero. No hay un liberal
español que haya enriquecido la literatura del liberalismo con una idea
cuyo valor reconozcan los liberales extranjeros, ni un socialista la del
socialismo, ni un anarquista la del anarquismo, ni un revolucionario la
de la revolución.
Ello es porque en otros países han surgido el liberalismo y la
revolución, o para remedio de sus faltas, o para castigo de sus pecados.
En España eran innecesarios. Lo que nos hacía falta era desarrollar,
adaptar y aplicar los principios morales de nuestros teólogos
juristas a las mudanzas de los tiempos. La raíz de la revolución en
España, allá en los comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente
en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de
nuestro no ser. Por eso, sin propósito de ofensa para nadie, la podemos
llamar la Antipatria, lo que explica su esterilidad, porque la
Antipatria no tiene su ser más que en la Patria, como el Anticristo lo
tiene en el Cristo. Ovidio hablaba de un ímpetu sagrado de que se nutren
los poetas: «Impetus ille sacer, qui vatum pectora nutrit.» El
ímpetu sagrado de que se han de nutrir los pueblos que ya tienen valor
universal es su corriente histórica. Es el camino que Dios les señala. Y
fuera de la vía, no hay sino extravíos.
Durante veinte siglos, el camino de España no tiene pérdida posible.
Aprende de Roma el habla con que puedan entenderse sus tribus y la
capacidad organizadora para hacerlas convivir en el derecho. En la
lengua del Lacio recibe el Cristianismo, y con el Cristianismo, el
ideal. luego vienen las pruebas. Primero, la del Norte, con el orgullo
arriano que proclama no necesita Redentor, sino Maestro; después, la del
Sur, donde la moral del hombre se abandona a un destino inescrutable.
También los españoles pudimos dejarnos llevar por el Kismet. Seríamos
ahora lo que Marruecos o, a lo sumo, Argelia. Nuestro honor fue
abrazarnos a la Cruz y a Europa, al Occidente, e identificar nuestro ser
con nuestro ideal. El mismo año en que llevamos la Cruz a la Alhambra
descubrimos el Nuevo Continente. Fue un 12 de octubre, el día en que la
Virgen se apareció a Santiago en el Pilar de Zaragoza. La corriente
histórica nos hacía tender la Cruz al mundo nuevo.
Ahí están los manuscritos del padre Vitoria. El tema que más le
preocupó fue conciliar la predestinación divina con los méritos del
hombre. No podía creer que los hombres. ni siquiera algunos hombres,
fuesen malos porque la Providencia los hubiera predestinado a la maldad.
Sobre todos los mortales debería brillar la esperanza. Sobre todos la
hizo brillar el padre Vitoria con su doctrina de la gracia. Algunos
discípulos y colegas suyos la llevaron al Concilio de Trento, donde
la hicieron prevalecer. Salvaron con ello la creencia del hombre en la
eficacia de su voluntad y de sus méritos. Y así empezó la
Contrarreforma. Otros discípulos la infundieron en el Consejo de Indias,
e inspiraron en ella la legislación de las tierras de América, que
trocó la conquista del nuevo mundo en empresa evangélica y de
incorporación a la Cristiandad de aquellas razas a que llamaban los
Reyes de Castilla «nuestros amigos los indios». ¿Es que se habrá agotado
ese ideal? Todavía ayer moría en Salamanca el padre González Arintero. Y
suya es la sentencia: «No hay proposición teológica más segura que
ésta: a todos sin excepción se les da –«próxima» o «remota»– una gracia
suficiente para la salud...»
¿Han elaborado los siglos sucesivos ideal alguno que supere al
nuestro? De la posibilidad de salvación se deduce la de progreso y
perfeccionamiento. Decir en lo teológico que todos los hombres pueden
salvarse, es afirmar en lo ético que pueden mejorar, y en lo político,
que pueden progresar. Es ya comprometerse a no estorbar el mejoramiento
de sus condiciones de vida y aún a favorecerlo, en todo lo posible. ¿Hay
ideal superior a éste? Jamás pretendimos los españoles vincular la
Divinidad a nuestros intereses nacionales. Nunca dijimos, como Juana de
Arco: «Los que hacen la guerra al Santo Reino de Francia hacen la guerra
al Rey Jesús», aunque estamos ciertos de haber peleado, en nuestros
buenos tiempos, las batallas de Dios. Nunca creímos, como los ingleses y
norteamericanos, que la Providencia nos había predestinado para ser
mejores que los demás pueblos. Orgullosos de nuestro credo fuimos
siempre humildes respecto de nosotros mismos. No tan humildes, sin
embargo, como esa desventurada Rusia de la revolución, que proclama el
carácter ilusorio de todos los valores del espíritu y cifra su ideal en
reducir el género humano a una economía puramente animal.
El ideal hispánico está en pie. Lejos de ser agua pasada, no se
superará mientras quede en el mundo un solo hombre que se sienta
imperfecto. Y por mucho que se haga para olvidarlo y enterrarlo,
mientras lleven nombres españoles la mitad de las tierras del planeta,
la idea nuestra seguirá saltando de los libros de mística y ascética a
las páginas de la Historia Universal. ¡Si fuera posible para un español
culto vivir de espaldas a la Historia y perderse en los «cines», los
cafés y las columnas de los diarios! Pero cada piedra nos habla de
lo mismo. ¿Qué somos hoy, qué hacemos ahora cuando nos comparamos con
aquellos españoles, que no eran ni más listos, ni más fuertes que
nosotros, pero creaban la unidad física del mundo, porque antes o al
mismo tiempo constituían la unidad moral del género humano, al emplazar
una misma posibilidad de salvación ante todos los hombres, con lo que
hacían posible la Historia Universal, que hasta nuestro siglo XVI no
pudo ser sino una pluralidad de historias inconexas? ¿Podremos
consolarnos de estar ahora tan lejos de la Historia, pensando que a cada
pueblo le llega su caída y que hubo un tiempo en que fueron también
Nínive y Babilonia?
Pero cuando volvemos los ojos a la actualidad nos encontramos, en
primer término, con que todos los pueblos que fueron españoles están
continuando la obra de España, porque todos están tratando a las razas
atrasadas que hay entre ellos con la persuasión y en la esperanza de que
podrán salvarlas; y también con que la necesidad urgente del mundo
entero, si ha de evitarse la colisión de Oriente y Occidente, es que
resucite y se extienda por todo el haz de la Tierra aquel espíritu
español, que consideraba a todos los hombres como hermanos, aunque
distinguía los hermanos mayores de los menores, porque el español no
negó nunca la evidencia de las desigualdades. Así la obra de España,
lejos de ser ruinas y polvo, es una fábrica a medio hacer, como la
Sagrada Familia, de Barcelona, o la Almudena, de Madrid; o si se quiere
una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y
lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está pidiendo los
músicos que sepan continuarla.
La sinfonía se interrumpió en 1700, al cerrarse para siempre los ojos
del Monarca hechizado. Cuentan los historiadores que a fuerza de pasar
por nuestras tierras tropas alemanas, inglesas y francesas, aparte de
las nuestras, durante catorce años, al cabo de la guerra de sucesión se
habían esfumado todas las antiguas instituciones españolas, excepto la
corona de Castilla. España era una pizarra en limpio, donde un Rey y una
Corte extranjeros podían escribir lo que quisieran. Mucho de lo que
dijeron tenía que decirse, porque el país necesitaba academias y
talleres, carreteras y canales. Embargados en cuidados superiores nos
habíamos olvidado anteriormente de que lo primero era vivir. Pero cuando
se dijo que: «Ya no hay Pirineos», lo que entendió la mayor parte de
nuestra aristocracia es que Versalles era el centro del mundo. Pudimos
entonces economizar las energías y esperar a que se restauraran para
seguir nuestra obra. Preferimos poner nuestra ilusión en ser lo que no
éramos. Y hace doscientos años que el alma se nos va en querer ser lo
que no somos, en vez de ser nosotros mismos, pero con todo el poder
asequible.
Estos doscientos años son los de la Revolución. ¿Concibe nadie que
Sancho Panza quiera sublevarse contra Don Quijote? El hombre inferior
admira y sigue al superior, cuando no está maleado, para que le dirija y
le proteja. El hidalgo de nuestros siglos XVI y XVII recibía en su
niñez, adolescencia y juventud, una educación tan dura, disciplinada y
espinosa, que el pueblo reconocía de buena gana su superioridad. Todavía
en tiempos de Felipe IV y Carlos II sabía manejar con igual elegancia
las armas y el latín. Hubo un tiempo en que parecía que todos los
hidalgos de España eran al mismo tiempo poetas y soldados. Pero cuando
la crianza de los ricos se hizo cómoda y suave, y al espíritu de
servicio sucedió el de privilegio, que convirtió la Monarquía Católica
en territorial y los caballeros cristianos en señores, primero, y en
señoritos, luego, no es extraño que el pueblo perdiera a sus patricios
el debido respeto. ¿Qué ácido corroyó las virtudes antiguas? En el
cambio de ideales había ya un abandono del espíritu a la sensualidad y a
la naturaleza, pero lo más grave era la extranjerización, la voluntad
de ser lo que no éramos, porque querer ser otros es ya querer no ser, lo
que explica, en medio de los anhelos económicos, el íntimo abandono
moral, que se expresa en ese nihilismo de tangos rijosos y resignación
animal, que es ahora la música popular española.
Siempre ha tenido España buenos eruditos, demasiado conocedores de su
historia para poder creer lo que la envidia de sus enemigos propalaba.
La mera prudencia dice, por otra parte, que un pueblo no puede vivir
con sus glorias desconocidas y sus vergüenzas al desnudo, sin que
propenda a huir de sí mismo y disolverse, como lo viene haciendo hace ya
más de un siglo. Tampoco nos ha faltado aquel patriotismo instintivo
que formuló desesperadamente Cánovas: «Con la Patria se está con razón y
sin razón, como se está con el padre y con la madre.» La historia, la
prudencia y el patriotismo han dado vida al tradicionalismo español, que
ha batallado estos dos siglos como ha podido, casi siempre con razón, a
veces con heroísmo insuperable, pero generalmente con la convicción
intranquila de su aislamiento, porque sentía que el mundo le era hostil y
contrario el movimiento universal de las ideas.
Los hombres que escribimos en la Acción Española sabemos lo
que se ha ocultado cuidadosamente en estos años al conocimiento de
nuestro público lector, y es que el mundo ha dada otra vuelta y ahora
está con nosotros. Porque sus mejores espíritus buscan en todas partes
principios análogos o idénticos a los que mantuvimos en nuestros grandes
siglos. Queremos traer esta buena noticia a los corazones angustiados.
El mundo ha dado otra vuelta. Se puede trazar una raya en 1900. Hasta
entonces eran adversos a España los más de los talentos extranjeros que
de ella se ocupaban. Desde entonces nos son favorables. Los amigos del
arte se maravillan de los esfuerzos que hace el mundo por entender y
gozar mejor el estilo barroco, que es España. Y es que han fracasado el
humanismo pagano y el naturalismo de los últimos tiempos. La cultura del
mundo no puede fundarse en la espontaneidad biológica del hombre, sino
en la deliberación, el orden y el esfuerzo. La salvación no está en
hacer lo que se quiere, sino lo que se debe. Y la física y la
metafísica, las ciencias morales y las naturales nos llevan de nuevo a
escuchar la palabra del Espíritu y a fundar el derecho y las
instituciones sociales y políticas, como Santo Tomás y nuestros teólogos
juristas, en la objetividad del bien común, y no en la caprichosa
voluntad del que más puede.
Venimos, pues, a desempeñar una función de enlace. Nos proponemos
mostrar a los españoles educados, que el sentido de la cultura en los
pueblos modernos coincide con la corriente histórica de España; que los
legajos de Sevilla y Simancas y las piedras de Santiago, Burgos y
Toledo, no son tumbas de una España muerta, sino fuentes de vida;
que el mundo, que nos había condenado, nos da ahora la razón,
arrepentido, por supuesto sin pensar en nosotros, sino incidentalmente,
porque hemos descuidado la defensa de nuestro propio ser, en cuya
defensa está la esencia misma del ser, según los mejores ontologistas de
hoy, porque también la filosofía contemporánea viene a decirnos que hay
que salir de esa suicida negación de nosotros mismos, con que hemos
reducido a la trivialidad a un pueblo que vivió durante más de dos
siglos en la justificada persuasión de ser la nueva Roma y el Israel
cristiano.
Harto sabemos que nuestra labor tiene que ser modesta y pobre.
Descuidos seculares no pueden repararse sino con el esfuerzo continuado
de generaciones sucesivas. Pero lo que vamos a hacer no podemos por
menos de hacerlo. Ya no es una mera pesadilla hablar de la posibilidad
del fin de España, y España es parte esencial de nuestras vidas. No
somos animales que se resignen a la mera vida fisiológica, ni ángeles
que vivan la eternidad fuera del tiempo y del espacio. En nuestras almas
de hombres habla la voz de nuestros padres que nos llama al porvenir
por que lucharon. Y aunque nos duele España y nos ha de doler aún más en
esta obra, todavía es mejor que nos duela ella que dolernos nosotros de
no ponernos a hacer lo que debemos.
Ramiro de Maeztu
En Defensa de la Hispanidad (15-XII-1931)
Fëanar
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