Una Constitución política eficaz para España.
Muchos consideran que
el estado español es una suerte de Leviatán con aspiraciones totalitarias que
pretende extender sus lentos e inevitables tentáculos hasta el más mínimo
rincón de nuestras vidas, un monstruo del que hay que deshacerse, y en cierto
sentido no les falta razón.
El estado es un mal
necesario para el buen ordenamiento de la sociedad. Coarta nuestra libertad,
pero no podemos convivir sin su arbitrio y sin que ponga coto a nuestra
naturaleza corrupta, pues alguien ha de procurar el bien común y velar por él a
costa de cualquier otra consideración. Sin embargo, esta querida serpiente que
padecemos está muy lejos de lo que debería ser.
En el estado de guerra
espiritual que asola España desde hace siglos, prácticamente nada está donde
debería, y el estado fue rápidamente instrumentalizado por los liberales para
acometer su proyecto de transformación social, pues para ellos el gobierno y el
aparato administrativo no son más que instrumentos mediante los cuales
modificar, poco a poco pero con tenaz determinación, la moral y costumbres de
los españoles. De ley a ley, desde la desamortización hasta la última
barrabasada de turno, la única línea de actuación clara, evidente y que
trasciende las siglas de los diversos grupos políticos es la de la ingeniería
social más perversamente sutil.
Los marxistas, sin
embargo, las pocas veces que se hicieron con el control del estado, lo
redujeron al mínimo imprescindible para seguir funcionando y para dar cobertura
a sus milicias, que pasaron a ejercer muchas de sus funciones.
Un estado católico, es
decir, válido universalmente para cualquier sociedad humana, ha de regirse por
ciertos principios que lo conviertan en eficaz y lo mantengan, al tiempo, a
raya. Para empezar ha de limitar sus funciones a su único objetivo, el bien
común, lo que antiguamente se llamaba república
(res-pública) y hoy política, es decir, los asuntos que atañen al conjunto de
la sociedad.
Tiene que ser
consentido: si la sociedad gobernada no ha delegado el poder o no consiente su
presencia, al menos tácitamente, no hay legitimidad alguna.
Ha de ser lo más
subsidiario posible: si algo puede ser hecho por particulares, empresas o
consorcios (por la propia sociedad) el estado no ha de interferir y ha de
regular lo menos posible. Así mismo, han de respetarse los diversos niveles
sociales y no convertir, por ejemplo, un asunto local en cuestión de estado.
Tiene que estar
compensado, es decir, ha de haber cargos e instituciones con poderes similares
que se equilibren entre ellos y eviten impunidades, tiranías o arbitrariedades.
Da igual el puesto que sea, tiene que estar diseñado para que la persona que lo
ocupe no tenga libertad para ser injusto, porque se podría confiar en un
momento dado poderes plenipotenciarios a alguien de probada virtud, pero nunca
instaurar un cargo así que, más temprano que tarde, caería en malas manos.
En este punto es
importante distinguir entre el gobierno, los elementos que ejercen la capacidad
de ordenar una sociedad, el estado, las instituciones que usa para regularla y
la administración, parte del anterior que se encarga de la gestión de los
bienes y poderes que recibe el mismo.
Una vez establecidas
las bases, podríamos construir infinitos modelos de estado, todos con las
mismas probabilidades de funcionar, al menos en teoría.
El gobierno podría ser
colegiado o monárquico, siendo el primero el menos común de todos y el segundo
constantemente asociado a la realeza hereditaria europea. La república romana
anterior a la época de los Gracos es el ejemplo más palpable de colegialidad,
pero se demostró eficaz hasta que dejó
de serlo y para unas circunstancias muy concretas, los propios romanos
tendieron cada vez más a la monarquía hasta que ésta se instauró
definitivamente con Octavio Augusto.
Dentro de la forma
monárquica está la hereditaria y la electiva. España pasó por las dos, de hecho
nació siendo electiva, pero su inestabilidad era tal que la tendencia natural
era hacia la forma hereditaria (problemas y tendencia de los que también nos
puede hablar el Imperio Romano, sistema monárquico electivo por excelencia, sin
tener que asomarnos al deporte visigodo más popular, el regicidio). Después de
la monarquía goda, todos los reinos cristianos de España optaron por las
hereditarias, que les ofrecían mayor estabilidad en una época de por si
tremendamente convulsa.
Una vez definida la
forma de gobierno hay que especificar cómo se va a llevar este a cabo: aquí las
categorías se convierten en una graduación que va desde el dominado hasta el
moderado. Una monarquía que podemos llamar dominado fue la absolutista. Carlos
III, por ejemplo, depuso ministros según su conveniencia y elaboró leyes
conforme a su voluntad únicamente, sin haber nada ni nadie que pudiese poner
coto a sus excesos. Por el contrario, un gobierno moderado es aquel que no se
extralimita en sus funciones, sea por contención personal de quién lo ejerza o
por contrapeso de otras instituciones. En este punto no cabe ninguna duda de
que cuanto más moderado, mejor. Para ello en España el binomio que mejor ha
funcionado ha sido el de las Cortes (elemento que, además, otorgaba el
consentimiento al gobierno) y el monarca hereditario, al que podemos llamar
rey. Sólo cuando uno de los dos se deshace del otro el gobierno se vicia hasta
cotas insospechadas, como pasó en Europa con los absolutismos.
Las Cortes, como
representación de la sociedad, han de estar lo mejor distribuidas que se pueda
conforme a la propia sociedad. De nada sirve una dieta que se oponga al
emperador si lo hace por los intereses de una aristocracia que llega a ella por
herencia y no por los de la sociedad en general, que haya congregado a un número
suficiente de diputados en la misma. El rey ha de ser el garante de esta
representatividad, el freno a la formación de una oligarquía enquistada en la
cúpula del poder. Para ello ha de recibir poder de veto universal sobre las
decisiones de las Cortes, que tendrían en sus manos la promulgación de leyes y
la formación del gobierno en conjunto con el rey.
En las Cortes de la
monarquía hispánica el diputado elegido por una ciudad o comarca tenía
vinculación de voto sobre una serie de decisiones por las que había sido
elegido y que le impedían plegarse a otras voluntades que no hayan sido las de
sus propios representados, lo que les convertía en portavoces directos de la
sociedad.
Por otro lado ningún
rey salvo el actual ha carecido de la facultad de gobernar (otra cosa es que no
la ejerciese), por lo que no sería prudente retirársela: por ello el rey podría
gobernar, sólo que con el permiso de las Cortes, que sólo se daría por tiempo
limitado y en circunstancias especiales, convirtiendo al rey en un dictador
plenipotenciario que agilizaría la toma de decisiones en situaciones extremas,
como una guerra, un desastre natural o cualquier causa que implique peligro
general para la sociedad, urgencia y una respuesta unificada.
Las Cortes ejercerían
su labor gubernativa a través de una delegación manejable de diputados, que
quedarían desvinculados de sus cargos y de sus obligaciones contraídas con sus
votantes en favor de unos sustitutos. Este gobierno se encargaría de los asuntos
de índole interna o de menor importancia. Las cuestiones internacionales o de
mayor gravedad las tratarían directamente el rey junto con las Cortes, pero
siendo la soberanía únicamente del rey.
El aparato estatal
sería de dos direcciones; una natural, de la base a la cúspide, con los
funcionarios o delegados menores de cada circunscripción haciéndose cargo de
sus asuntos, dependiendo del ayuntamiento, diputación o reino que corresponda y
que formaría la mayor parte de dicho aparato; otro artificial, de la cúspide
hasta la base, formados por delegados del rey (oídores, corregidores, etc) cuya
única función es supervisar al resto del estado para que cumpla su función.
Pueden ser cargos fijos o formados ex
profeso para una misión concreta. Así se evitarían corruptelas de tipo
feudal, que se dan cuando la distancia entre la cúspide y la base es mayor.
En este aspecto es
necesario remarcar que, ante el dilema de la centralización o la distribución,
sólo cabe situarse junto a esta última. Tan sólo elementos clave para la
sociedad, como la explotación de ciertos recursos, el tesoro o el ejército ha
de permanecer en manos del poder central (el ejército sin descartar otros
núcleos semi/profesionales sustentados por regiones concretas), el resto ha de
ser distribuido en manos privadas o, en su defecto, a instituciones públicas
intermedias (como ayuntamientos).
El rey es rey desde que
es aceptado por las Cortes hasta que muere o abdica de forma totalmente
voluntaria. Sólo se puede votar como rey al heredero, bien por línea
consanguínea o por adopción, si esta ha sido familiar además de política. La
línea será la de la primogenitura del actual rey, de mayor a más joven, sin
tener en cuenta el sexo. Sólo el rey puede variar, a petición de las Cortes, el
orden hereditario, y sólo entre sus descendientes. Al ser España una nación
católica la excomunión es causa de suspensión para el rey. No se puede
sustituir y el heredero no puede asumir la corona hasta su muerte, pero no
participa en el gobierno ni en los actos públicos. En su lugar las Cortes
elegirán a un regente con carácter permanente y unipersonal hasta que la
situación se solvente (bien por muerte natural o por levantamiento de la
excomunión). El regente será rey en todos los aspectos menos en el nombre:
presidirá las Cortes, pero no ocupará el lugar del rey en la liturgia.
Los fundamentos del
derecho ya no serán positivos ni consuetudinarios: lo primero convierte el
derecho en un campo de farragoso alambre de espinos, y a los hombres en
servidores de las leyes, y no al revés; y lo segundo se presta a abusos de
hecho y los eleva a la categoría de derecho al menor descuido de la autoridad.
Por ello el derecho natural es la base jurídica (expresado en los Diez
Mandamientos), ley fundamental inamovible bajo ninguna circunstancia sobre la
cual descansarán las leyes constitucionales de la monarquía (que regulan lo que
hemos visto y otros aspectos del funcionamiento estatal) el fuero o fueros de
los españoles, carta otorgada por el rey de derechos inamovibles (jurados en
cada coronación) y el resto de leyes generales. Las primeras serían muy
difícilmente modificables, las segundas intocables y las demás de uso común.
La división
administrativa, sin tener en cuenta factores coyunturales, habría de ser
conforme a los territorios tradicionales de España: primero las Coronas,
Castilla y Aragón (a la que podría añadirse Portugal, llegado el caso), luego
los Reinos, como Valencia, Mallorca, León, Castilla, Principado de Cataluña o
los señoríos Vascongados. Dentro de cada uno las diputaciones y, por último,
los ayuntamientos.
Con esta constitución
no se tendría nada garantizado, son los hombres de cada tiempo de los que
depende su sociedad y el destino de su patria, este diseño tan sólo facilitaría
la ardua tarea de gobernar conforme a los principios citados antes y con
respeto a la tradición, es decir, a lo probadamente eficaz y conforme a la
tendencia y el gusto de cada pueblo, en este caso, el español. El resto es
responsabilidad de los que lo lleven a cabo.
Fëanar
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