miércoles, 19 de diciembre de 2012

El estado que debió ser


Una Constitución política eficaz para España.

 Muchos consideran que el estado español es una suerte de Leviatán con aspiraciones totalitarias que pretende extender sus lentos e inevitables tentáculos hasta el más mínimo rincón de nuestras vidas, un monstruo del que hay que deshacerse, y en cierto sentido no les falta razón.

El estado es un mal necesario para el buen ordenamiento de la sociedad. Coarta nuestra libertad, pero no podemos convivir sin su arbitrio y sin que ponga coto a nuestra naturaleza corrupta, pues alguien ha de procurar el bien común y velar por él a costa de cualquier otra consideración. Sin embargo, esta querida serpiente que padecemos está muy lejos de lo que debería ser.
En el estado de guerra espiritual que asola España desde hace siglos, prácticamente nada está donde debería, y el estado fue rápidamente instrumentalizado por los liberales para acometer su proyecto de transformación social, pues para ellos el gobierno y el aparato administrativo no son más que instrumentos mediante los cuales modificar, poco a poco pero con tenaz determinación, la moral y costumbres de los españoles. De ley a ley, desde la desamortización hasta la última barrabasada de turno, la única línea de actuación clara, evidente y que trasciende las siglas de los diversos grupos políticos es la de la ingeniería social más perversamente sutil. 

Los marxistas, sin embargo, las pocas veces que se hicieron con el control del estado, lo redujeron al mínimo imprescindible para seguir funcionando y para dar cobertura a sus milicias, que pasaron a ejercer muchas de sus funciones.

Un estado católico, es decir, válido universalmente para cualquier sociedad humana, ha de regirse por ciertos principios que lo conviertan en eficaz y lo mantengan, al tiempo, a raya. Para empezar ha de limitar sus funciones a su único objetivo, el bien común, lo que antiguamente se llamaba república (res-pública) y hoy política, es decir, los asuntos que atañen al conjunto de la sociedad. 

Tiene que ser consentido: si la sociedad gobernada no ha delegado el poder o no consiente su presencia, al menos tácitamente, no hay legitimidad alguna.

Ha de ser lo más subsidiario posible: si algo puede ser hecho por particulares, empresas o consorcios (por la propia sociedad) el estado no ha de interferir y ha de regular lo menos posible. Así mismo, han de respetarse los diversos niveles sociales y no convertir, por ejemplo, un asunto local en cuestión de estado.

Tiene que estar compensado, es decir, ha de haber cargos e instituciones con poderes similares que se equilibren entre ellos y eviten impunidades, tiranías o arbitrariedades. Da igual el puesto que sea, tiene que estar diseñado para que la persona que lo ocupe no tenga libertad para ser injusto, porque se podría confiar en un momento dado poderes plenipotenciarios a alguien de probada virtud, pero nunca instaurar un cargo así que, más temprano que tarde, caería en malas manos.

En este punto es importante distinguir entre el gobierno, los elementos que ejercen la capacidad de ordenar una sociedad, el estado, las instituciones que usa para regularla y la administración, parte del anterior que se encarga de la gestión de los bienes y poderes que recibe el mismo.

Una vez establecidas las bases, podríamos construir infinitos modelos de estado, todos con las mismas probabilidades de funcionar, al menos en teoría. 

El gobierno podría ser colegiado o monárquico, siendo el primero el menos común de todos y el segundo constantemente asociado a la realeza hereditaria europea. La república romana anterior a la época de los Gracos es el ejemplo más palpable de colegialidad, pero se demostró eficaz  hasta que dejó de serlo y para unas circunstancias muy concretas, los propios romanos tendieron cada vez más a la monarquía hasta que ésta se instauró definitivamente con Octavio Augusto.

Dentro de la forma monárquica está la hereditaria y la electiva. España pasó por las dos, de hecho nació siendo electiva, pero su inestabilidad era tal que la tendencia natural era hacia la forma hereditaria (problemas y tendencia de los que también nos puede hablar el Imperio Romano, sistema monárquico electivo por excelencia, sin tener que asomarnos al deporte visigodo más popular, el regicidio). Después de la monarquía goda, todos los reinos cristianos de España optaron por las hereditarias, que les ofrecían mayor estabilidad en una época de por si tremendamente convulsa.

Una vez definida la forma de gobierno hay que especificar cómo se va a llevar este a cabo: aquí las categorías se convierten en una graduación que va desde el dominado hasta el moderado. Una monarquía que podemos llamar dominado fue la absolutista. Carlos III, por ejemplo, depuso ministros según su conveniencia y elaboró leyes conforme a su voluntad únicamente, sin haber nada ni nadie que pudiese poner coto a sus excesos. Por el contrario, un gobierno moderado es aquel que no se extralimita en sus funciones, sea por contención personal de quién lo ejerza o por contrapeso de otras instituciones. En este punto no cabe ninguna duda de que cuanto más moderado, mejor. Para ello en España el binomio que mejor ha funcionado ha sido el de las Cortes (elemento que, además, otorgaba el consentimiento al gobierno) y el monarca hereditario, al que podemos llamar rey. Sólo cuando uno de los dos se deshace del otro el gobierno se vicia hasta cotas insospechadas, como pasó en Europa con los absolutismos.

Las Cortes, como representación de la sociedad, han de estar lo mejor distribuidas que se pueda conforme a la propia sociedad. De nada sirve una dieta que se oponga al emperador si lo hace por los intereses de una aristocracia que llega a ella por herencia y no por los de la sociedad en general, que haya congregado a un número suficiente de diputados en la misma. El rey ha de ser el garante de esta representatividad, el freno a la formación de una oligarquía enquistada en la cúpula del poder. Para ello ha de recibir poder de veto universal sobre las decisiones de las Cortes, que tendrían en sus manos la promulgación de leyes y la formación del gobierno en conjunto con el rey.

En las Cortes de la monarquía hispánica el diputado elegido por una ciudad o comarca tenía vinculación de voto sobre una serie de decisiones por las que había sido elegido y que le impedían plegarse a otras voluntades que no hayan sido las de sus propios representados, lo que les convertía en portavoces directos de la sociedad.

Por otro lado ningún rey salvo el actual ha carecido de la facultad de gobernar (otra cosa es que no la ejerciese), por lo que no sería prudente retirársela: por ello el rey podría gobernar, sólo que con el permiso de las Cortes, que sólo se daría por tiempo limitado y en circunstancias especiales, convirtiendo al rey en un dictador plenipotenciario que agilizaría la toma de decisiones en situaciones extremas, como una guerra, un desastre natural o cualquier causa que implique peligro general para la sociedad, urgencia y una respuesta unificada.

Las Cortes ejercerían su labor gubernativa a través de una delegación manejable de diputados, que quedarían desvinculados de sus cargos y de sus obligaciones contraídas con sus votantes en favor de unos sustitutos. Este gobierno se encargaría de los asuntos de índole interna o de menor importancia. Las cuestiones internacionales o de mayor gravedad las tratarían directamente el rey junto con las Cortes, pero siendo la soberanía únicamente del rey.

El aparato estatal sería de dos direcciones; una natural, de la base a la cúspide, con los funcionarios o delegados menores de cada circunscripción haciéndose cargo de sus asuntos, dependiendo del ayuntamiento, diputación o reino que corresponda y que formaría la mayor parte de dicho aparato; otro artificial, de la cúspide hasta la base, formados por delegados del rey (oídores, corregidores, etc) cuya única función es supervisar al resto del estado para que cumpla su función. Pueden ser cargos fijos o formados ex profeso para una misión concreta. Así se evitarían corruptelas de tipo feudal, que se dan cuando la distancia entre la cúspide y la base es mayor.

En este aspecto es necesario remarcar que, ante el dilema de la centralización o la distribución, sólo cabe situarse junto a esta última. Tan sólo elementos clave para la sociedad, como la explotación de ciertos recursos, el tesoro o el ejército ha de permanecer en manos del poder central (el ejército sin descartar otros núcleos semi/profesionales sustentados por regiones concretas), el resto ha de ser distribuido en manos privadas o, en su defecto, a instituciones públicas intermedias (como ayuntamientos).

El rey es rey desde que es aceptado por las Cortes hasta que muere o abdica de forma totalmente voluntaria. Sólo se puede votar como rey al heredero, bien por línea consanguínea o por adopción, si esta ha sido familiar además de política. La línea será la de la primogenitura del actual rey, de mayor a más joven, sin tener en cuenta el sexo. Sólo el rey puede variar, a petición de las Cortes, el orden hereditario, y sólo entre sus descendientes. Al ser España una nación católica la excomunión es causa de suspensión para el rey. No se puede sustituir y el heredero no puede asumir la corona hasta su muerte, pero no participa en el gobierno ni en los actos públicos. En su lugar las Cortes elegirán a un regente con carácter permanente y unipersonal hasta que la situación se solvente (bien por muerte natural o por levantamiento de la excomunión). El regente será rey en todos los aspectos menos en el nombre: presidirá las Cortes, pero no ocupará el lugar del rey en la liturgia.

Los fundamentos del derecho ya no serán positivos ni consuetudinarios: lo primero convierte el derecho en un campo de farragoso alambre de espinos, y a los hombres en servidores de las leyes, y no al revés; y lo segundo se presta a abusos de hecho y los eleva a la categoría de derecho al menor descuido de la autoridad. Por ello el derecho natural es la base jurídica (expresado en los Diez Mandamientos), ley fundamental inamovible bajo ninguna circunstancia sobre la cual descansarán las leyes constitucionales de la monarquía (que regulan lo que hemos visto y otros aspectos del funcionamiento estatal) el fuero o fueros de los españoles, carta otorgada por el rey de derechos inamovibles (jurados en cada coronación) y el resto de leyes generales. Las primeras serían muy difícilmente modificables, las segundas intocables y las demás de uso común.

La división administrativa, sin tener en cuenta factores coyunturales, habría de ser conforme a los territorios tradicionales de España: primero las Coronas, Castilla y Aragón (a la que podría añadirse Portugal, llegado el caso), luego los Reinos, como Valencia, Mallorca, León, Castilla, Principado de Cataluña o los señoríos Vascongados. Dentro de cada uno las diputaciones y, por último, los ayuntamientos.

Con esta constitución no se tendría nada garantizado, son los hombres de cada tiempo de los que depende su sociedad y el destino de su patria, este diseño tan sólo facilitaría la ardua tarea de gobernar conforme a los principios citados antes y con respeto a la tradición, es decir, a lo probadamente eficaz y conforme a la tendencia y el gusto de cada pueblo, en este caso, el español. El resto es responsabilidad de los que lo lleven a cabo.

Fëanar

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