La verdadera pregunta en estos tiempos, la auténtica batalla que tenemos que librar es muy simple de explicar, aunque sea muy compleja: ¿Cómo le hablo de Dios a alguien que está vacunado contra todos los términos y conceptos que solemos utilizar para describirle?
¿Cómo decir que Dios es nuestro Padre y se preocupa por nosotros? Eso lo han oído un millón de veces, y para ellos no es más que un constructo sin sentido. ¿Cómo decirle a alguien que Dios le ama de verdad si están saturados y ya nada les impresiona ni les deja huella? Hay miles de ofertas espirituales, todas igual de vacías a sus ojos. O las ignoran con desprecio, alienados en vertiginosos fuegos fatuos, o saltan de una a otra con determinación, buscando llenar un vacío que nunca mengua. Y lo más triste es que miran el escaparate de la Iglesia, lo prueban y se van desencantados. Muy pocos son los privilegiados que ven a través de los prejuicios propios y nuestros fallos a Cristo, y muchos los que se espantan. Porque "pecado" no quieren ni en pintura, "amor" es algo que se consigue en cualquier discoteca, y "Salvación" es un concepto vacío cuando no se está condenado, sino perdido.
Sólo hubo un momento en la historia de la humanidad en el que la gente estaba tan harta y desencantada de la religión como ahora. Un momento en el que ya nadie se la tomaba en serio, de puro desengaño y saturación, y acudían a ella con hastío, monotonía o sorna. Ese momento fue en los albores del Imperio Romano.
¿Pero qué hicieron los cristianos de esa época para hacer llegar a Cristo a la gente, para que realmente les calase hondo su mensaje a través de tanta repetición de las mismas ideas, las mismas palabras? ¿Cómo demostraron que su mensaje no es, ni de lejos, lo mismo que lo que les cuentan los demás dioses?
Escribiéndolo con su sangre en la arena del circo.
¿Entonces tenemos que dejarnos matar como corderitos a la primera oportunidad para demostrar que nuestro Dios es serio? ¿Mostrar nuestro pecho al primer perseguidor que salga? Rotundamente no.
Nuestra única misión, lo único que tenemos que hacer nosotros, es no renunciar a Cristo en ninguna circunstancia, lo demás no es cosa nuestra. Ya se encargará Dios de brindarnos las condiciones adecuadas a cada uno, porque da igual lo que seamos o a lo que estemos llamados, tanto sacerdotes como amas de casa, soldados, escritores, políticos, rateros o prostitutas. Si somos cristianos sólo podemos desarrollar nuestra vocación de dos maneras, y una engloba a la otra.
O nos convertimos en confesores de Cristo o en mártires por Él. Las circunstancias cambiarán tremendamente, pero la esencia será la misma, pues no es menos confesor de la fe (cualitativamente hablando) el sacrificado sacerdote que aguanta agónicas sesiones de tortura para forzarle a renunciar a Cristo y es liberado con vida a los pocos meses, que el pobre escritor que renuncia a un trabajo que necesita urgentemente porque en el periódico que se lo ha ofrecido se sostienen posturas anticristianas.
No somos grandes héroes vencedores, ni nunca lo seremos a los ojos del mundo. Somos corderos enviados en medio de lobos, tan sólo para que Dios pueda demostrarnos que sólo Él nos basta y pueda demostrar con nosotros que sólo Él tiene la victoria.
Luis Ignacio Rodríguez
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